Corría el año de 1263, en la pequeña localidad de Bolsena, villa cercana a Orvieto en la Toscana, un clérigo está oficiando la misa en la iglesia de Santa Cristina. Al iniciar la consagración, mantiene entre sus manos la hostia y la mira intensamente, no puede apartar sus ojos de ella; piensa en la realidad del Santísimo Sacramento y comienza a tener dudas y tentaciones, no cree que allí estén el cuerpo y la sangre de Jesucristo, las manos tiemblan, su mente puede sobre sus creencias. De repente, la hostia comenzó a producir gotas de sangre, que caían sobre los corporales y los dejó teñidos con ese color escarlata inequívoco; no una gota o dos sino tantos que llegó a salpicar a la peana de mármol del altar, al paño purificador de limpieza del cáliz y a todos los sitios donde alcanzó a caer al mover el clérigo sus manos temblorosas.
domingo 15 mayo | Enrique Lillo Alarcón