La Edad de Oro de la Mancha conquense es la segunda parte de un proyecto que trata de recuperar la historia del sur de la provincia de Cuenca en la Edad Moderna, concretamente, de los pueblos comprendidos en el corregimiento de las diecisiete villas. Una división administrativa que iba desde las Mesas a Iniesta, con capital en San Clemente. Es un proyecto viejo, nacido en 1993, de la catalogación del archivo histórico de San Clemente y la materialización de un reto. Es proyecto tan ambicioso como modesto; ambicioso, por ser un estudio general y recoger un amplio periodo de más de doscientos años (los siglos XVI y XVII), y modesto, pues únicamente pretende mostrar las amplias posibilidades que ofrece al estudio de la historia esta comarca conquense. Y es estudio que parte de las sociedades campesinas y de los testimonios de unos aldeanos, dispersos en los pleitos de la Chancillería de Granada, para intentar abarcar y reconstruir desde la mentalidad campesina una visión de conjunto.
La Edad de Oro de la Mancha conquense es una continuación de El año mil quinientos de la Mancha conquense, comienza con un estudio de las Comunidades de Castilla y va detallando en los diferentes aspectos políticos, económicos, sociales y culturales la evolución de las sociedades de los pueblos del sur de Cuenca, desde lo que hemos llamado la revolución de mil quinientos hasta el ocaso del siglo. Una evolución marcada por la pérdida de dinamismo y la forja de sociedades más desiguales, la consolidación de grandes villas y la configuración a su alrededor de aldeas en expansión. En el devenir de las sociedades rurales, serán puntos de inflexión las crisis sucesivas que malograrán el modelo igualitario de labradores propietarios al que se aspiraba. Por último, se estudia la organización administrativa de la gobernación del marquesado de Villena y las causas por las que esta entidad gubernativa entró en crisis para dividirse el año 1586 en dos corregimientos.
El libro es prologado por David Gómez de Mora, la persona que hoy mejor conoce la historia de los pueblos de la Tierra de Huete en la Edad Moderna, y cuyos estudios con el tiempo complementarán la historia moderna del obispado de Cuenca, e intenta recoger la valiosa documentación que investigadores desconocidos, como Julia Toledo, han sacado de los archivos provinciales. El libro comienza con una reflexión sobre la crisis identitaria que suponen las transformaciones de comienzos del siglo XVI, su expresión en las Comunidades de Castilla, que se estudia desde una perspectiva regional, para continuar con la etapa regresiva de nuevos intentos de señorialización en las décadas de 1520 y 1530 (señorío de la emperatriz Isabel de Portugal y la influencia de nuevos poderes nobiliarios). Continúa con el nuevo modelo económico que se va conformando en los años centrales del siglo, nacido del agotamiento de tierras para roturar, la falta de pastos para el ganado y los intentos de diversificación económica. Dicho modelo se forja en el contexto de graves crisis como la de la década de las cuarenta, que tiene su corolario en el auge de unas élites locales y su control del gobierno de los concejos. El resultado es un nuevo paradigma, que aparentemente es sólido, pero lleva el germen de la destrucción de las viejas repúblicas pecheras, con una sociedad mucho más desigual. Nuevas crisis, esta vez de 1567 y 1584, marcarán lo que será la declinación futura del siglo XVII, la desintegración de la entidad política del marquesado de Villena y el nacimiento de dos corregimientos: el de Chinchilla y el de San Clemente. Ese contexto de final de siglo estará marcado por exacciones fiscales, corrupción en el gobierno de los concejos, la subida al poder de una élite muy reducida que con sus apellidos marcarán el porvenir y graves alteraciones populares, como las de Santa María del Campo en 1582. A pesar de todo, el sur de Cuenca mantendrá su impulso y desarrollo hasta la década de 1630, a diferencia de la vieja ciudad castellana que entra en crisis. El libro como punto de apoyo parte de tres centros regionales: San Clemente, Villanueva de la Jara e Iniesta, pero hace un recorrido por todos los pueblos del sur del obispado.
Se aportan, como anexos, varios documentos inéditos, algunos fuera de este período: concordias entre Alarcón y Castillo de Garcimuñoz de 1414 y 1433, concesión del donadío de Santiago de la Torre en 1404, villazgo real de Santa María del Campo en 1579, documentos sobre las Comunidades en Cuenca (de la ciudad -concordia de 14 de agosto de 1520- y del sur del obispado -derrota comunera de Carboneras de Guadazaón en 14 de noviembre de 1520), el villazgo malogrado de Las Pedroñeras en 1445, estancia de Jorge Manrique en estas tierras o nacimiento de algunos pueblos en el siglo XVI, procedentes de las fuentes primarias de los Archivos.
La Edad de Oro de la Mancha conquense es, como todo libro, el intento de dar respuesta a una pregunta: ¿por qué el modelo de pequeños labradores propietarios que define el norte de la provincia de Cuenca se quebró en el sur? Así, nuestro proyecto es un viaje al pasado para explicar lo que hay de disociación presente entre estos dos espacios y, sin embargo, fue aventura común hace quinientos años. El Año Mil quinientos de la Mancha Conquense expone el sueño de unos campesinos que tras la guerra de Sucesión Castellana de 1476-1480 forjaron, en lucha con la naturaleza, impregnados de un espíritu de frontera, pequeñas repúblicas de labradores. San Clemente o Villanueva de la Jara soñaron con res publicas igualitarias de labradores propietarios. El sueño fue efímero; el aldabonazo de las Comunidades fue recordatorio que no hay proyecto común sin participación: los hidalgos, excluidos del poder, darán el discurso político al común, excluido de la propiedad de la tierra. El fracaso de las Comunidades es andadura hacia una sociedad donde los hombres desaparecen para ser números en encuadramientos sociales de estados y órdenes. Es lo que intentamos explicar en la introducción de nuestro libro:
“La finalidad de este libro es explicar esa mutación en el ser de los hombres de la Mancha conquense. Explicar el pasado para entender una evolución histórica hacia la desigualdad que definirá estas sociedades. La tenencia o la carencia de la propiedad de la tierra niega a los hombres, a unos y a otros. En el pasado, los hombres se definían por su apego a su nación o lugar de nacimiento, la memoria de sus padres y abuelos y la ligazón con los vecinos de la comunidad. Son innumerables los testimonios de los hombres viejos de la tierra recordando a sus antepasados y sus vivencias de mozos o apelando a la fe de los dichos de sus padres o de los viejos de las comunidades. En el presente, los hombres son números en padrones fiscales, sujetos pasivos en censos y escrituras de compraventa, testigos comprados en declaraciones repetitivas o hidalgos ejecutoriados con pasados falsificados. Hasta los árboles inquisitoriales se simplifican en vulgar distinción entre limpios y manchados, o aquellos con actos positivos y esos otros con condenas inquisitoriales, conviviendo en ramas nacidas del mismo tronco hombres y mujeres con la misma sangre y el que estar en una rama u otra depende del dinero o de las envidias y odios despertados. Dinero y odio van de la mano: el primero diferencia a los pobres de los ricos; el segundo fabrica identidades para marginar o eliminar al rival, al otro. El otro es el que porta sangre infecta, pero ¿qué sangre limpia puede haber en unas sociedades endogámicas donde todos casan con todos? O invirtiendo la pregunta, ¿qué sangre infecta puede haber en comunidades donde las aportaciones humanas han sido tantas para destrozar viejos genomas heredados? El odio deja cadáveres, el dinero salva linajes; uno y otro acaban con la vieja libertad de los hombres nacida de la tierra y de los amplios horizontes de unos paisajes vistos como frontera indefinida, para encasillar a los hombres en sociedades cerradas, donde el único libre es el pícaro y el aventurero. Los demás son presos de las redes que los atrapan: el labrador es esclavo de su trabajo, cuando es ajeno, y de la tierra, si es propia, por el miedo a perderla; el tejedor se hace dependiente del mercader que le provee de lo necesario para obrar y del control que ejerce sobre la venta de sus productos; el soldado sueña con las gestas que le ha de procurar su valor, siendo incapaz de ver que las guerras se ganan y pierden con el dinero de fúcares y genoveses; la beata y el fraile, que vivían su religión interior o su predicación en los espacios libres, ven levantar conventos fortalezas para enclaustrar sus pasiones; el clérigo vive más del beneficio curado que de la devoción, y hasta el hidalgo, carente de aventuras militares, no es nada sin capilla de enterramiento”
La idea del párrafo anterior es la que mueve las 760 páginas de un libro largo y denso, que pretende abrir nuevos campos, en los detalles y en las generalidades, para que otros lleguen donde el autor no alcanza a ver las inmensas posibilidades de la Historia de Cuenca, tan ignota como negada y víctima de desprecios en el presente.
Texto: Ignacio de la Rosa Ferrer