Se han cumplido 92 años de aquella execrable quema de iglesias y conventos que enrojeció el cielo de Madrid y de tantas ciudades y pueblos españoles con el doble matiz del fuego material y del sonrojo que invadía el alma. Ardieron templos, convirtiéndose en pavesas Sagrarios augustos donde el más Alto Sacramento tenía su trono de amor; imágenes veneradas de la Fe popular fueron arrastradas, mutiladas soezmente en profanadas. Los ángeles lloraban en el Cielo lágrimas de plata en el regazo de la Virgen de los Dolores. Y en la tierra, España, pasaba una de sus mayores angustias. La injusticia del fuego y la destrucción alcanzaba tesoros de arte y de ciencia. ¡Imágenes sagradas de Málaga, de Murcia, de tantos sitios! Eran no solo relicarios de devoción, sino también frutos maduros de belleza. ¡Fueron bárbaramente destruidas! Porque había –y hay-prisa de despojar a España de sus mejores preseas.
Fue una jornada triste, aquel 11 de mayo de 1931, vergonzosa, en que la malicia, obedeciendo las órdenes de las logias masónicas, uniendo la codicia y la ignorancia, dio un triunfo apoteósico al poder de las tinieblas.
Tiempo hacía que en los antros masónicos había brotado la idea; se tenía preparada, planeada, organizada para dar quizá con ella el golpe de gracia a la Monarquía al presentarla como manifestación del anticlericalismo popular; los acontecimientos se adelantaron, pero el odio sectario quería llevar a cabo lo que tenía dispuesto y un fútil pretexto bastó para la consecución de sus fines.
Estudiado el plan seguido se los incendios de Madrid se nota como obedecía a un perfecto plan estratégico donde todo estaba previsto: división de fuerzas de ataque –chiquillería exaltada o mercenaria-, directores y vigilantes- los célebres “peones” masónicos- provocadores del incendio después de los saqueos- que empleaban, no gasolina y lumbre, sino sustancias químicas que, al mezclarlas, hacían brotar unas llamas difíciles de apagar- y, en fin, gloriosos componentes de vagos, rameras y ladronzuelos, integrados por gentes de las singulares trazas que hizo sospechar muchas cosas que después se confirmaron. De las llamas sacrílegas quedan hoy tizones que ennegrecen la Historia de España, humo que desde entonces está asfixiando a quien no evitó, reprimió ni castigó tal barbaridad ni protegió a las víctimas: las religiosas y religiosos que, robados y maltratados, fueron arrojados de sus casas, a las que no podían volver más por haberlas destruido las llamas de los incendios.
Ejemplares y providenciales castigos que han visto; y más habrán de ver, que de Dios nadie se burla, y El, si se valió “de las hordas de Atila” para probar a los suyos, romperá cuando quiera el palo con que castigó a los hijos, lo arrojará al fuego, y dará a los suyos la herencia de la gloria que con su paciencia han ganado…
Así recordaba el periódico EL DEFENSOR DEL CUENCA lo acaecido el 11 de mayo de1931.
(José María Rodríguez González es profesor e investigador histórico)