La primera vez que la tuve ante mí me quedé helado; no por lo que mis ojos veían, sino por la mirada con que me recibió. Tras unas gafas negras, de pasta, gruesas, se escondían unos ojos pequeños que me desnudaron en lo más profundo de mi intimidad. Sin articular ella palabra alguna, a pesar de mi saludo, su mirada fría, calculadora, analítica y sin miramientos ni condescendencias, me incomodó tanto que a los pocos segundos busqué una excusa para evitar seguir siendo el centro de su atención. Mi huida no me libró de esa sensación de libertad vigilada, totalmente condicionada y pendiente de permanente revisión, que ya en aquel momento intuí que ella había decretado en torno a mí. Desde aquel día, sus profundas reflexiones, jamás verbalizadas, me sometían y angustiaban como creo que jamás nunca ni antes he experimentado.
Las otras ocasiones en las que posteriormente llegamos a coincidir sirvieron para que ciertos temores míos se fuesen confirmando. Cada vez que estaba con ella, yo evitaba mirarla; lo confieso. Siempre, aun formando parte de un grupo en el que ella debería haber sido un mero elemento más, allí estaba, inquisidora, perdonando vidas ajenas,… desintegrándome con sus pupilas negras.
Mis palabras hacia ella siempre eran recibidas, en el mejor de los casos, con un silencio profundo y un achicamiento inmediato de esos ojillos con los que me fusilaba haciendo que cada vez me sintiese más dominado e incómodo. Me podía; me anulaba. Reconozco, cobijándome en la intimidad que solo ofrece y garantiza este escenario, que durante mucho tiempo me produjo cierto miedo.
En aquellos tiempos y durante semanas, barajé diversas opciones, sopesando estrategias de acercamiento que me permitiesen controlar, o al menos atravesar, mínimamente al menos aquella situación tan molesta para mí. Jamás conseguí nada, absolutamente nada. Todo discurría siempre igual en cada clase; una tras otra, todas se desarrollaron sin cambio alguno.
Es más, el paso del tiempo no iba sino consiguiendo que cada vez yo me sintiese más frágil e impotente. Lo verdaderamente inquietante para mí era el hecho de saber que, como mínimo, tendría que mantener contacto con ella durante 9 meses y que en aquellos momentos, sus escasos 9 años de edad le daban una energía solo proporcional a la que ella necesitaba para, con su sola presencia y una mirada condescendiente, chupar mi vitalidad.
Ayer, caminando por la calle y transcurridos 8 o 9 años de aquellos momentos, me crucé con una adolescente. Vestida de negro profundo, enmascarillada hasta las cejas, casi sin elementos que pudiesen ser reconocidos por nadie incluso cercano a ella, vi unas gafas… ¡Volví a ver aquellas gafas! Un latigazo inesperado me sacudió unos de los recuerdos más grises de mi vida. ¿Ella? ¿Otra?
No sé y me daba ciertamente igual. Realmente, me dio igual 5 segundos después de cruzármela pues en aquel momento, en aquel instante, el pecho se me encogió antes de salir corriendo y cruzar el semáforo, casi sin mirar y mientras estaba en rojo. Mi objetivo, repentino, fue huir antes que revivir. Sentir que no sentía. Escapar.
Texto: Fernando J. Cabañas Alamán
Sección: Olcadeando