Hace tiempo que escucho un repiqueteo extraño sobre que los pueblos se mueren. Cuenca sabe bien de eso sin que vengan a recordárselo.
Es un fenómeno que nos hiere en lo más profundo de nuestro ser: el hogar donde nacimos, y que resulta tan desgarrador como aparentemente imparable.
¿Lo es?
No lo creo.
Por si usted no lo conoce, fiel lector, nací, crecí y soy del pueblo que a una amiga se le ocurrió llamar la última aldea gala, recordando a Astérix y Obélix.
Villar de Cañas es, desde hace mucho tiempo, un pueblo de valientes poco dados a presumir. No se nos conoció en la historia por grandes gestas, pero hace una década demostramos tener más coraje e iniciativa contra la despoblación de nuestra tierra que muchos de los que hoy vienen predicando sin el ejemplo.
Llenó el pueblo y los alrededores de optimismo.
¿Y acaso no es el optimismo lo que genera riqueza? Cuando creemos que las cosas irán bien gastamos con más facilidad, invertimos con alegría.
A aquello le siguió la venganza política, que trajo consigo la desilusión. Ésta ha sido la única respuesta de unos gobernantes autonómicos que manosearon demasiado algo que resultaba lo suficientemente técnico como para que no tuviesen ni idea de lo que hablaban. Era tan fácil limitarse a decir sí o no…
Pero ése es otro asunto.
La situación me demostró que había futuro y que aquel fenómeno tan imparable no lo era tanto: podía invertirse la tendencia de muerte y desaparición hacia una de vida y crecimiento.
Porque mi pueblo, como tantos otros, corre el riesgo de desaparecer. Pero solo lo hará realmente si nosotros mismos nos dejamos llevar por el pesimismo. No podemos conformarnos con que las cosas son como son. No podemos añorar el pasado y, al tiempo que nos lamentamos por las tradiciones perdidas, suspirar y exhalar un ea.
Debemos actuar y jamás castigar a quienes lo han hecho.
Tamaña ilusión, ¿verdad, escéptico lector?
Sé que de la ilusión no se come, pero es lo que hace que el esfuerzo sea menos costoso. Sin esperanza habremos perdido la batalla contra los enemigos, unos invisibles, como el tiempo y visibles otros: los malvados.
Así que yérguete, lector, sal de tu confort, vuelve al pueblo, compra en sus tiendas, come y bebe en sus bares, juega a las cartas en el hogar del jubilado, diviértete en sus fiestas, juega al pádel o al frontón en sus instalaciones, etc. Utiliza el pueblo, sea el que sea. No esperes que otros lo revitalicen. La vida de tu pueblo depende de ti.
Atiende uno de los escasos consejos serios que me atreveré a darte en estas líneas.
Si quieres abrir un negocio o hacer una inversión, piensa en tu tierra, porque si no lo haces tú, otros no lo harán. Todo está en tu mano. Las menores trabas burocráticas, los menores costes de transporte y la mejora de la conexión a Internet vendrán detrás.
¿Pero qué gestor privado en su sano juicio destinaría millones a una inversión en un lugar escasamente poblado? Sin cambiar su mentalidad obtusa o sin suculentas subvenciones, ninguno.
Y es que, quienes tenemos la suerte y la desgracia de rodear a la capital del Reino, además de estar tan cerca de la bella Valencia, vemos cómo la inercia de las inversiones es evidente: Pasan por nuestras narices y ya ni siquiera son capaces de hacer un alto en la estación del AVE.
Leí un tweet irónico sobre La Palma que lo resume: Erupciona un volcán a 2.200 kilómetros de Madrid.
La mentalidad es clara.
Y, aunque es cierto que cada vez somos más los que reelegimos nuestra tierra cuando pudimos no hacerlo, ¿ha cambiado el paradigma? No me atrevería a decir tanto. En mi opinión, solo lo veo como una moda pasajera. Aun así, debemos emplearnos a fondo en ello.
Porque no hay soluciones mágicas, y estoy harto de encontrarme con vendehúmos que sólo buscan captar fondos públicos y que nos ven como ababoles.
Llenan los bolsillos de algunos, perforan las cumbres con aerogeneradores, trufan el terreno de placas solares o hacen grandes actos públicos con prohombres prometiendo inversiones descomunales. Se hacen fotos, se publicitan y ofrecen la apariencia de riqueza.
Su problema es que llevamos años tratando con ellos y los conocemos demasiado.
Y, hoy sí, las instituciones están implantando mejoras fiscales, simplicidad de burocracia y mejora de las conexiones físicas y tecnológicas que hoy son apremiantes, porque eran ya fundamentales hace décadas. Bien está, aunque llegue tarde.
Ahora, no me pierdan la inercia, que son ustedes muy dados a dispersarse. Porque ya se han dispersado en atenciones tan básicas como la salud. Y es que, ¿puede saberse qué carajo están haciendo con los consultorios rurales?
¿Les parece decente desatender a las personas mayores y limitarse, en el mejor de los casos, a llamarlas por teléfono cuando no están bien?
Lo considero inmoral. Y, lamentablemente, tan responsables son quienes lo imponen como quienes lo ejecutan sin rechistar. Levanta la voz, lector, porque es inadmisible.
Debemos ser conscientes del gran impacto que tienen sobre nuestra tierra nuestras pequeñas decisiones cotidianas. Recuperemos el optimismo, porque el futuro existe y no nos lo van a traer a casa, regalado; debemos conquistarlo nosotros.
Seamos, orgullosos, la última aldea gala; pero seámoslo.
Está en sus manos.
Texto: Alejandro Pernías Ábalos
Sección: Tertium genus