Grandes cambios han experimentado los divertimientos a lo largo de la historia. Sin remontarnos a períodos históricos anteriores, ya los antiguos romanos se solazaban en los anfiteatros presenciando la lucha a muerte de gladiadores, al tiempo que daban cumplida cuenta de las viandas que se llevaban al graderío para pasar la jornada, regadas con abundante vino tinto previamente endulzado con miel.
A finales de la Edad Media y durante buena parte de la Moderna, la plebe se divertía asistiendo a los autos de fe que tenían lugar en la actual Plaza Mayor de Cuenca, llamada entonces de la Picota, y desfilando después, cual turba inmisericorde, tras los reos, a los que insultaban y apedreaban, acompañándolos hasta el quemadero situado en el Campo de San Francisco —donde se halla actualmente el palacio de la Diputación provincial y aledaños— para reírse, y también algunos para sobrecogerse, con los alaridos emitidos por quienes se abrasaban en las hogueras. Y nada digamos de la típica estampa de mujeres haciendo calceta en las plazas públicas mientras la guillotina segaba las cabezas de los antirrevolucionarios franceses, o del gentío que se congregó cierto día del año 1818, durante el reinado de Fernando VII, en la Plaza Mayor de Cuenca para presenciar el ahorcamiento y posterior desmembramiento de tres facinerosos: Cleto, Vilches y el Sapo, de cuyo suceso nos ocuparemos en otra ocasión.
Estas crueldades pasaron a la historia, aunque hoy en día quizás se perpetren tantos o más crímenes, si bien de una manera menos llamativa, más digamos de guante blanco, porque la crueldad humana no ha desaparecido, sino que sigue ahí latente y dispuesta a manifestarse en cualquier momento y por cualquier circunstancia.
Gran cantidad de gente se congregó también en la Plaza Mayor de Madrid en un caluroso día de agosto de 1641 para ver la ejecución de un conquense llamado Miguel de Molina. Curioso personaje este, que, a través de manuscritos y libelos, logró revolver, allá por los años 1630-40, las cortes de Roma, Viena, Francia y España. Fama tuvo de ser el más diestro fingidor de escritos de todas las épocas, lo que al final le llevaría a escalar los peldaños de la horca el día 3 de agosto de 1641. Sin embargo, no había sido ésta la primera ocasión en que había recorrido tribunales y visitado cárceles.
Miguel de Molina López fue hijo de otro Miguel de Molina y de Francisca López. Había nacido en Cuenca el 18 de octubre de 1597 y bautizado unos días después, el día 28, en la parroquia de San Nicolás de esta ciudad.
Comenzó nuestro hombre el aprendizaje de las primeras letras con los jesuitas de Cuenca y más adelante pasó al Seminario conciliar, sito entonces en una casa particular, puesto que lo referido tuvo lugar antes de 1628, año en que, gracias a los buenos oficios del obispo don Enrique Pimentel, los colegiales se trasladaron a la Casa del Magistral, a espaldas de la iglesia de San Pedro. Abandonó Miguel los estudios clericales y marchó a la Universidad de Alcalá donde se inició en los estudios de las Artes, que tampoco concluyó. Aficionado a la escritura, su espíritu aventurero no tardó en conducirlo por la senda de la falsificación de documentos, por cuya causa fue condenado en 1620 a remar durante una buena temporada —nada menos que cuatro años— en las galeras de su majestad, en el área marítima del Puerto de Santa María.
Cumplida la condena y tras una serie de avatares recaló en Madrid, donde desempeñó el cargo de secretario del obispo de Coimbra y más tarde pasó al servicio del conde de Saldaña. Por espionaje le fue incoado otro proceso y volvió a visitar la prisión en 1635.
En 1640, el licenciado don Marcelino Taria y Guzmán, alcalde de la Audiencia de Sevilla y fiscal de su majestad en esta causa fulminada de oficio contra este hombre, que se llama Miguel de Molina, preso en la cárcel de esta corte, donde le acusa de crimen de majestad lesa y de falsedad; poniéndole por acusación todo lo que los autos, declaraciones, confesiones, cartas, cédulas, órdenes y demás papeles que tiene vistos y reconocidos resulta contra él, diciendo que el susodicho Miguel de Molina debe ser condenado a las mayores y más graves penas en que, conforme a derecho, ha incurrido. Y deberán ser ejecutadas en su persona y bienes como perpetrador de los delitos por lo general que de los autos resulta. Y porque, con poco temor de Dios, de las leyes y de la justicia que S. M. administra, incurrió en los dichos crímenes de falsedad y lesa majestad “in primo capite”, maquinando, suponiendo, fingiendo y falsamente fabricando las cartas, cédulas, decretos y órdenes que tiene reconocidas, y confesando ser suyas, escritas de su letra y mano. En las cuales, además de maquinar contra las personas del señor emperador (del Sacro Imperio Romano Germánico, que a la sazón era Fernando III, de la casa de Habsburgo) y de su majestad; y del señor conde-duque de Olivares, su primer ministro, y contra los ministros de mayor satisfacción, crédito y reputación de esta Monarquía, haciéndoles perpetradores y actores de intentos tan execrables y de tan perniciosas consecuencias a toda la cristiandad, como era disponer la muerte del Papa por medios violentos y asimismo la del cardenal Richelieu, primer ministro de Francia. Entregaba las dichas cartas, cédulas, decretos y órdenes (suponiéndolos por avisos verdaderos) a los embajadores del Papa y de Francia, a sus secretarios y a los demás, los cuales, confiriéndolo, como era preciso, con sus príncipes y repúblicas, los constituían, con la sospecha de estos intentos, en disimulaciones políticas y enemistades inconciliables, a que, acreditados de estas falsedades, maquinasen semejantes violencias contra sus reales personas y las de sus principales ministros, desacreditándolos a todos con resoluciones tan indignas de su grandeza y estado, por ser tan contrarias a las leyes natural, divina y positiva, y tan aborrecibles a todas las naciones y potencias del mundo.
Acúsale, además de esto, por constar en las declaraciones, confesiones y cartas del tal Miguel de Molina, el haberse correspondido en materias de Estado con los enemigos de esta Monarquía, y en particular con don Gualtero Peni, secretario que fue de la embajada de Francia en esta corte, con quien, estando en ella, trabó correspondencia y amistad en orden a darle noticias y avisos de lo que se trataba en los Consejos de Estado y Guerra, lo cual continuó con el dicho don Gualtero, que sin duda debió de ser gran parte para el rompimiento formal de la guerra de Francia, teniendo para ello cifras en que se paliaban y encubrían los nombres de los mayores ministros de S. M. y del señor emperador, con otros de notable indecencia e indignidad, yendo y viniendo los avisos y la correspondencia del dinero que para ello remitían de Francia por mano del nuncio residente en esta corte.
Y no sólo se contentaba con corresponderse y escribir avisos en materia de Estado a los enemigos de esta Corona, sino que dispuso a don Lorenzo Coqui, secretario del nuncio pasado, para que despachase correo especial al Pontífice, y a sus nepotes, como con efecto lo despachó, con los avisos y cartas que fingió y supuso, dando a entender que S. M. el señor emperador y demás ministros fomentados por el señor conde duque maquinaban su muerte y el intimarle un concilio.
Otrosí, aun no satisfecho de semejantes delitos y de la atrocidad de ellos, dio los mismos avisos a don Fabio Neboli para que, con efecto, los enviase, como los envió, a Roma a manos del señor cardenal Francisco Barberino, de que se han podido seguir los daños que se dejan entender a esta Monarquía y a la cristiandad, particularmente habiendo consignado las mismas noticias y asegurádolas por verdaderas siendo falsas, al embajador de Venecia y a su secretario, de quien recibió por ellas diferentes partidas de dinero en plata, sin contar las que había recibido del nuncio y de don Gualtero Peni.
Acabado el juicio, la sentencia emitida rezaba lo siguiente:
En la villa de Madrid, 1 31 días del mes de julio de 1641 años, los señores del Consejo de S. M. que por particular orden conocen la causa y querella dada por el señor don Marcelino Faria de Guzmán, alcalde de cuadra de Sevilla y fiscal nombrado por S. M. contra Miguel de Molina, vecino de la ciudad de Cuenca, preso en la cárcel de esta corte, en razón de los delitos y excesos y crímenes “laesae majestatis” (lesa majestad) por él cometidos y de que ha sido acusado, dijeron que debían condenar y condenaron al dicho Miguel de Molina en muerte de horca que en él se ejecute en forma ordinaria, y en confiscación de todos sus bienes para la cámara de S. M., cuya ejecución y forma remitieron al señor alcalde don Juan de Quiñones.
Y así lo proveyeron y mandaron.
Y el 1 de agosto le fue comunicada la sentencia.
(Continuará...)
Imagen: Juan de la Corte. Siglo XVII. Fiesta en la Plaza Mayor de Madrid