Sin embargo del anterior veredicto, el 30 de enero de 1632, aproximadamente un año después de que el tribunal condenase a Jerónimo de Liébana, don Juan Enríquez de Zúñiga, natural de Guadalajara, de treinta años de edad y alcalde mayor de la ciudad de Cuenca, viajaba hasta Madrid para declarar ante don Cristóbal de Ibarra y Mendoza, arcediano de Moya, canónigo de la iglesia de Cuenca e inquisidor apostólico de la ciudad de Toledo, ciertas cosas muy graves tocantes a Jerónimo de Liébana. Como dato curioso debo reseñar que este declarante se aposentó en Madrid en la calle de Las Carretas, en una casa de posada frontera de la calle de Los Majaderitos. Esta calle actualmente se denomina Cádiz. Y esto es lo que declaró don Juan Enríquez de Zúñiga:
...El cual, por servicio de Dios Nuestro Señor y descargo de su conciencia vino a decir y manifestar cómo en la ciudad de Cuenca, a dos o tres días de diciembre del año próximo pasado de mil seiscientos treinta y uno, Jerónimo de Liébana, natural de la villa de La Ventosa, que a la sazón estaba preso en la Cárcel Real de la dicha ciudad de Cuenca y condenado a galeras por el tribunal eclesiástico, de que tenía apelación, dijo a éste que declara que le oyese despacio porque tenía que declarar de él cosas tocantes al servicio de su majestad. Y éste, por cumplir con la obligación de su oficio, oyó luego al susodicho en parte secreta y a solas, y dio cuenta a éste del caso de que abajo se hará mención. Y visto ser de gravedad y tocante al servicio de su majestad, dio cuenta de ello a don Luis Lasso de Mendoza, corregidor de la ciudad, y juntos hallaron dar cuenta de ello a su majestad. Y para poderlo hacer con fundamento, determinaron examinar en forma al dicho Jerónimo de Liébana, y así lo hicieron ante Juan de Pareja, escribano del número de la dicha ciudad (Cuenca). Y el susodicho declaró lo siguiente:
En estando en la ciudad de Málaga, a lo que éste que declara se quiere acordar por el año veintisiete, teniendo amistad con don Marcos de Figueroa y Vallejo, vecino de la dicha ciudad (Málaga), con quien familiarmente se comunicaba, le dijo que, pues eran amigos, se había de valer de él para un caso que trataban de mucha gravedad y secreto. El caso era que él, el marqués de Valenzuela y otras personas de cuyos nombres éste no se acuerda y él declaro que dijo, trataban de introducirse a la privanza y valimiento de su majestad, para lo cual querían disponer por medios supersticiosos y diabólicos mudar la voluntad de su majestad y que el conde-duque perdiese la gracia que con él tenía y la ganase el dicho marqués de Valenzuela, atribuyéndose cada uno de los que trataban el caso los oficios y cargos que, mediante lo susodicho, se prometían. Y que para esto tenían en la dicha ciudad a un francés que se llamaba doctor Guñibay, a quien habían traído de Francia como hombre eminente para el dicho efecto, y que les costaba muchos ducados haberlo traído, y las demás prevenciones que se habían de disponer para el caso. Y para que todo se lograra y el dicho Guñibay no les engañase, era conveniente que Jerónimo de Liébana, como hombre entendido en estas materias, se introdujese en ellos para que, juzgando Guñibay que le entendía, procediese al caso con menos engaño y más puntualidad. El dicho Liébana, como vio que tocaba a su majestad y al conde-duque, aceptó curiosamente el caso para saberlo todo y poderlo manifestar, evitando semejante daño, como lo había hecho desde que hubo disposición y libertad para ello. Con este ánimo entró al caso y conoció a las dichas personas y al marqués de Valenzuela a quien habló en razón de ellos dos o tres veces; y conoció era el principal dueño de aquella facción y el que ponía la mayor parte del gasto. Y con esto fueron obrando, previniendo tijeras, cuchillos y otras herramientas, que se hacían con observación de otros, y un libro que hicieron de pieles de corderos y perros, que sacaban de los vientres de sus madres antes de llegar la hora del parto, de los cuales hacían pergaminos y en ellos escribían lo tocante al caso. Dispuesto todo, una noche en una casa que estaba en la plaza de dicha ciudad de Málaga, en un aposento alto, se juntaron los que habían de tratar del caso excepto el marqués, y entre ellos un clérigo de cuyo nombre éste no se acuerda y el susodicho declaró, el cual se revistió de ornamentos, como para decir misa, que ellos mismos habían hecho para aquel efecto, con observación de otras circunstancias. Fundieron unas figuras que correspondían a las personas que trataban el caso, una de oro, poco más o menos de una cuarta de alta, que representaba la persona del rey nuestro señor, con una ropa rozagante, en una mano un cetro y en la otra un globo, a manera del mundo, puesto de pie sobre una basa en la que estaba escrito: “Philipus quartus”, la cual, según la cual, parece había de corresponder al marqués, y las demás, que fueron cuatro o cinco, eran de estaño y correspondían a las demás personas que trataban del embuste. Hecha la fundición, todos se fueron; y a la noche siguiente, a la misma hora, se volvieron a juntar en la misma parte y sacaron las figuras, vistiéndose el dicho Guñibay las vestiduras sacerdotales; hicieron un círculo en el aposento, donde pusieron por sus caracteres los signos, los planetas y otras diferentes ceremonias, leyendo libros impresos y manuscritos que, a lo que se quiere acordar, uno se intitulaba “Libro sacro”, otro “Alma de lis”, “Salomonis” y otro “Picatriz española”; con otros de que no se acuerda y asimismo declaró. Guñibay previno que no tuviesen miedo, y juntas las figuras en un cofrecillo hecho de madera de olivo, envueltas en un tafetán verde, dieron orden al dicho Liébana para que se enterrase en tierra virgen por labrar. Que él lo había llevado a una parte del campo que declaró, en compañía de un hombre de baja suerte, ya difunto, que ignoraba a lo que iba, y sirvió sólo de hacer el hoyo y cubrirlo con la argamasa; con el cual envió a decir por escrito el dicho Liébana a los demás que ya quedaba hecho el negocio. Y supo que de allí a cuatro o seis días había muerto el hombre y que él presumió que lo habían matado los cómplices del caso para que no descubriese lo que había visto. Y desde entonces, el Liébana procuró guardarse y apartarse de los susodichos, de como en efecto lo hizo, usando para ello de decir que Guñibay le había dejado orden para cierto caso, y que era menester que el uno fuese a tal parte y el otro a otra. Y cuando a todos los aseguró con esto y se ausentaron, él (Liébana) había tomado mulas y venídose.
En este tiempo estuvo en Ocaña, en el seminario de dicha compañía, para corrector de ella y administrador de la hacienda, sobre lo cual, y algún alcance que le hicieron, lo tuvieron preso algún tiempo. Y luego vino a parar a la ciudad de Cuenca donde, por imputarle ciertos delitos de falsedad, fue preso por el gobernador del obispado y sentenciado. Todo lo cual, el susodicho refirió en la declaración que ante el corregidor y éste que declara dijo y firmó y en otras circunstancias que en ella se verán, a que éste se refiere.
Lo que éste ha declarado y el susodicho confesó judicialmente es lo mismo que la primera vez le dijo y declaró a solas Liébana, visto lo cual el corregidor y éste proveyeron auto, que por la gravedad del caso y tocar tan inmediatamente a su majestad y al conde-duque viniese este declarante a esta corte con los papeles originales a dar cuenta a su majestad y al conde-duque para que ordenasen lo que conviniese hacer. Así éste vino luego y dio cuenta de ello al conde-duque y leyó lo escrito, el cual le ordenó dejase en su poder los papeles y que volviese al día siguiente por la respuesta; y aunque éste acudió a aquél y por muchos días, no se tomaba resolución y éste se volvió a Cuenca, adonde al cabo de doce o quince días le comunicaron orden del presidente de Castilla para que éste trajese consigo a esta corte y a buen recaudo al dicho Jerónimo de Liébana, como lo hizo.
Llegó aquí hará veinte días, y habiendo dado aviso de su llegada al conde-duque, le ordenó que llevase a Liébana a su presencia y así lo hizo. Liébana refirió al conde-duque todo lo referido en su declaración y otras circunstancias de que no se acuerda más de que le dijo que, cuando sacaron las figuras de la fundición, les previno que no tuviesen miedo porque acudan a ver los espíritus en figuras de átomos y de aves nocturnas, y de otra forma que éste no se acuerda. Y luego, con ser más de las diez de la noche y estando todas las puertas y ventanas cerradas, se aparecieron grandes cantidades de murciélagos junto al techo, que lo cubrían todo; los cuales, él y los demás que se hallaron habían visto con efecto. Y habiendo oído el conde-duque la relación de Liébana, le ordenó a éste que le tuviese a su cargo y en custodia, y que éste acudiese para que se le diera la orden conveniente. Este testigo lo tiene en su posada y, aunque hasta aquí lo ha tenido sin prisiones y lo ha llevado consigo a misa y a diferentes partes, hoy le ha puesto en una cadena por haber dicho al testigo que se prevenga, porque ya se le está despachando comisión para ir a averiguar lo que Liébana tiene declarado así en Málaga como en las demás partes donde conviniere.
(Continuará...)
Imagen: Fragmento del documento de Lisboa