Franceses:
Vosotros que sois padres y habéis visto a vuestros primeros hijos arrancados de vuestro seno paternal para sepultarlos baxo las montañas de yelo del Norte, sabed que los más jóvenes que habían escapado de aquellas cosechas de sangre, que anualmente suele hacer vuestro tirano, se hallan, en el día, en nuestros climas ardientes, en donde no pueden evitar la muerte; y siento añadir a vuestro dolor el deciros que, si no es por la muerte de las batallas, ha de ser por los efectos de una justa venganza de los horrores, profanaciones y sacrilegios que han cometido y están cometiendo cada día contra nuestros ancianos, niños, mujeres, hijas, hermanas, sacerdotes y templos.
Estos mismos hijos que pensabais guiar por la senda de la virtud se han transformado en feroces caníbales, tanto por el mal exemplo de sus compañeros, vil espuma de varias naciones, como por las órdenes de los tigres que los mandan.
Os vais a horrorizar. Se erizarán vuestras respetables canas al leer la relación siguiente. Leed, venerables ancianos. Leed y mirad a la luz del incendio de nuestros templos, palacios y chozas, la horrenda crueldad del vil tirano que os oprime y esclaviza baxo el insufrible peso de su cetro de hierro.
Acordaos de vuestra juventud, quando vivíais verdaderamente libres baxo las paternales leyes de la augusta casa de Borbón y, comparando las épocas, levantaos y, vestidos de luto, con la antorcha en la mano, llamad a vuestros vecinos, enseñadles estos horribles detalles de las torpes y sanguinarias escenas que representan aquí sus hijos y sus nietos. Que se horroricen, que lloren y que digan a gritos: ¡Amigos! ¡Hermanos! Hemos elevado y adorado a un ídolo fabricado del barro más despreciable. Cayó el velo que deslumbraba nuestra vista. Vamos a derribarlo. No os detenga el vano temor de tener que atravesar otra vez el obscuro y sangriento laberinto de una nueva revolución. No temáis que otro Robespierre renazca de las cenizas de Napoleón, no. Un mismo siglo no puede producir tantos monstruos. Vencisteis al primero y respirasteis un instante baxo la forma precaria de una república, pero luego conocisteis que este gobierno no podía convenir a un país tan poblado como es la Francia.
También conoció el pérfido y astuto Napoleón que los franceses deseaban un rey, pero, antes de serlo él, conoció que era preciso apartar del corazón del pueblo la propensión secreta que le hallaba a favor de los Borbones, arrancándole toda esperanza de regreso de sus antiguos soberanos. Y para conseguirlo y dar al mismo tiempo una cierta fianza a la caterva de asesinos de Luis XVI, que le rodeaba, y tenían los primeros empleos de la república, les ofreció poner una barrera eterna entre ellos y los Borbones, manchando las primeras gradas del usurpado trono con la sangre del infeliz duque de Enguien.
Sí, franceses, sí. Necesitáis un rey, pero ha de ser un rey bueno, justo, sabio y religioso que os ayude a convalecer de tan grave y larga enfermedad. ¿Y adónde lo encontraréis mejor que en esta misma augusta casa, cuyo paternal gobierno os ha hecho felices durante el curso de tantos siglos y os había clasificado en el concepto de toda la Europa por la nación más culta, más política y más ilustrada, quando, en el día, los mismos que estimaban y respetaban a los vasallos de Henrico IV y de Luis XIV miran con horror y desprecio a los esclavos del vil corso Napoleón?
La relación siguiente, dirigida al apreciable redactor de la “Gaceta de Valencia” por un vecino de Uclés es de la mayor autenticidad.
Mancha, Uclés, 26 de febrero de 1809.
Acabado enteramente el ataque que los vándalos dieron a nuestras tropas en esta villa y sus cercanías el 13 de enero último, en el qual no tomó la menor parte este desarmado y corto vecindario, entraron en él aquellos bárbaros y, apoderándose de plazas, calles, conventos y casas, empezaron el más horrible saqueo de que no habrá exemplar en el mundo, descubriendo a fuerza de tormentos diabólicos los más ocultos parajes en que el temor y conocimiento de su barbarie había hecho al vecindario retirar sus mejores efectos.
Apoderados de los más preciosos con una sed hidrópica, se apoderaron en reunir hasta los trastos más inútiles e indecentes que había en las casas y, cargándolas en las espaldas de los conventuales, de los eclesiásticos seculares y regulares, y de otras personas, poniéndoles para esto al cuello aguaderas y otros útiles de carga, llevándolos descalzos de pie y pierna se entretuvieron en hacerles subir a los altos del alcázar, donde, formando de ellos grandes hogueras, lo reduxeron a ceniza con una algazara y gritería moruna, enviando después al pueblo a los portadores apaleados y enteramente desnudos.
No satisfecha su codicia ni barbarie con el robo y el fuego, cogieron a sesenta y nueve personas, entre ellas tres sacerdotes, tres conventuales de la orden de Santiago, tres frayles de la religión del Carmen Descalzo, tres monjas de la misma religión y varias mujeres, y las degollaron con la inhumanidad más inaudita, llevando algunas para esta operación a la carnicería pública.
Y quando era de esperar que, satisfecha la ambición y furor de estos caníbales, se retirarían a su campamento, se les ve ocuparse por todas partes en reunir a las mujeres casadas, doncellas y monjas que había en el pueblo, cuyo número llegaría a unas trescientas, y, sujetándolas con las maneras y crueldad más nueva y desconocida aun de las naciones más bárbaras, abusan de ellas en medio de sus lágrimas y honrada resistencia, sofocando sus lamentos la gritería escandalosa de esta infame soldadesca, dexando a estas infelices expirando de pena. Y de resultas del sentimiento y esfuerzos que habían hecho para libertarse de tales brutos, mueren ahora cada día seis o más personas.
Qualquiera creerá al leer esta relación lastimosa que ya se habían apurado las fuerzas de estos malvados, pero horrorícese al ver que, como lobos rabiosos, buscan a las niñas y niños de diez a doce años y emplearon en ellos la misma fuerza y los medios más horribles que sólo el pensarlo hace estremecer y sacaría lágrimas a las peñas.
Faltos ya de fuerzas para continuar esta clase de excesos, eligieron lo mejor que había en el pueblo, llevándolo a sus campamentos para renovar la misma horrible escena quando lo permitiese su escandalosa disposición, y todavía no ha vuelto al lugar alguna de estas infelices más desgraciadas, sólo porque tenía más mérito que otras.
Quando ya creyeron satisfecha hasta su imaginación luxuriosa, empezaron sus desórdenes sacrílegos en la iglesia parroquial y en las de los conventos, derribando, ridiculizando y arrastrando por el suelo hasta lo más sagrado de nuestra santa religión, hasta que la noche y el cansancio puso fin a sus diabólicas ocupaciones.
En prueba de que esta relación no se puede graduar de exagerada, será suficiente apoyo añadir aquí a las personas degolladas que, por sus circunstancias, haberes y relaciones son más conocidas en la provincia. A saber: los señores Parada, Casanovas y Megía, de la orden de Santiago. Conventuales en su casa de Uclés: los padres Cirilo, Marín y Bernardo. Carmelitas descalzos: el presbítero don Joseph Serrano, tres monjas y los dos boticarios del pueblo, con los demás de otras clases menos conocidas, hasta el número de sesenta y nueve.
Ved aquí, padres infelices, los crímenes cometidos por vuestros hijos en Uclés y sabed que estas mismas atrocidades las han repetido en Cuenca, en Burgos, en Valladolid y, en fin, en todos los parajes que momentáneamente han ocupado los exércitos de vuestro opresor.
Publicado con licencia. En Valencia y oficina del Diario. Año 1809.
Ilustración: Imagen obtenida de la Biblioteca Histórica de Madrid