En uno de sus libros, “Un millón de gotas”, el escritor de novela policiaca Víctor del Árbol entremezcla un argumento actual, el de la trata de blancas y la prostitución infantil, con el pasado de algunos de sus protagonistas, un pasado duro, trágico, en las estepas de la Rusia soviética. La tragedia de Nazino, en la que esos personajes lograron salvar sus vidas a costa de perder su propia integridad como personas, existió realmente, a pesar de que no son muchos los que la conocen; probablemente, si los verdugos hubieran sido nazis y no los comunistas de la URSS, esa losa en la historia de la humanidad sería mucho más conocida por el conjunto de la sociedad. Se trata de una tragedia real, una deportación en masa en la que llegaron a perder la vida alrededor de cuatro mil personas, las dos terceras partes de los prisioneros que fueron enviados allí por el Politburó soviético, muchos de ellos, la mayoría, acusados sólo de delitos políticos. Los hechos ocurrieron en 1933, y tuvieron lugar en la isla de Nazino, en la Siberia occidental, a unos ochocientos kilómetros de la ciudad de Tomsk, en la confluencia de los ríos Ob y Nazina. Actualmente es conocida como la isla de la muerte, o la isla de los caníbales, sobrenombres ambos que por sí mismo son suficientemente reveladores de lo que sucedió allí en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, durante la dictadura stalinista. Quien desee profundizar más en este doloroso asunto, del que prefieren olvidarse los defensores de la actual Ley de Memoria Histórica, sólo tienen que hacer una rápida búsqueda en internet, pulsando en el buscador la palabra “Nazino”. En pocos segundos, tendrá ante sus ojos la realidad histórica de todos esos crímenes.
La tragedia de Nazino puede ser comparable con otros crímenes comunistas, como los del bosque de Katyn, en Polonia, del que ya hemos hablado suficientemente en otra de las entradas de este mismo blog. Y la quiero poner en relación con la nueva Ley de Memoria Democrática, una vuelta de tuerca más del actual gobierno socialista filocomunista a la ya de por sí ideologizada Ley de Memoria Histórica de José Luis Rodríguez Zapatero. Es cierto que todos los españoles tenemos derecho a recuperar la memoria de nuestros abuelos, y también sus cuerpos, en el caso de que aún se encuentren abandonados en las cunetas o en fosas comunes, pero no es necesario para ello redactar una nueva ley que, sin solucionar en realidad el problema de los cadáveres abandonados, ha seguido polarizando a la sociedad española; una sociedad que, por otra parte, tiene hoy en día problemas mucho más acuciantes a los que acudir. Una ley que divide a los españoles en buenos y malos. Una ley que pretende recuperar la memoria republicana, pero olvida que esa república no fue, ni mucho menos, ese reino de Utopía del que hablaban los filósofos ilustrados.
Por el contrario, la Segunda República española fue un régimen revolucionario y, en muchos momentos, un régimen cercano incluso al totalitarismo, como se demostró cuando los partidos de derecha lograron alcanzar el poder. En 1934, las izquierdas revolucionarias, que eran prácticamente todas las izquierdas del espectro político, incluido también el partido socialista, ese mismo partido que ahora nos pretende dar a todos los españoles sus lecciones de democracia, se pusieron a la cabeza de la llamada “Revolución de Octubre” con el fin de acabar con el régimen legalmente constituido en las urnas. Y una vez aprendida la lección, dos años más tarde, en 1936, no tuvieron problemas en agitar las nuevas elecciones que habían sido convocadas con el fin de recuperar el poder. Sólo hay que leer algunas de las manifestaciones públicas de sus dirigentes para darse uno cuenta de hasta qué punto ello fue así.
Afirmar que en España también hubo un Nazino sería, desde luego, una exageración; y sin embargo, sí es cierto que en nuestro país también existieron los campos de concentración, o los campos de trabajo, como entonces lo llamaban eufemísticamente. Como el de Albatera, en la provincia de Alicante, que no fue sido inaugurado por los vencedores de Franco una vez terminada la guerra, como algunos creen, sino que fue inaugurado algún tiempo antes, en octubre de 1937, por el ministro de justicia del gobierno republicano, el nacionalista vasco Manuel de Irujo. Sobre este lugar, y sobre el resto de los campos de concentración que los republicanos estaban creando entonces en distintos puntos de España, el que en ese momento era director de prisiones, el socialista Vicente Sol, manifestó lo siguiente: “Por decreto de 26 de diciembre de 1936, se crearon los campos de trabajo, que significaron una noble innovación en el régimen penitenciario español, haciendo que el recluso se gane con su esfuerzo lo que cuesta sostener al Estado, y se reivindique por el único sistema que puede tener un hombre para hacerlo, es decir, por medio del trabajo… Dentro de diez o quince días, habrá allí dos o tres mil hombres trabajando.”
¿Qué pensaría el lector si alguien pretendiera defender los campos de concentración de la Alemania nazi con estas mismas palabras? Y sin embargo, también de esta forma algunos partidarios del régimen de Hitler hicieron alguna vez algo parecido. Porque estos campos de concentración como el de Albatera estaban pensados para albergar en su interior a los presos que eran condenados por los Tribunales Especiales Populares, que estaban caracterizados por la escasa o nula garantía que presentaban para los procesados, y habían sido creados para juzgar delitos de rebelión, sedición y desafección al régimen, delitos en sí mismos puramente ideológicos, y por lo tanto, escasamente democráticos, en una ya poco democrática Segunda República. Una ley, la de la creación de estos centros, por otra parte, que fue firmada por el propio Manuel Azaña, presidente de la República, y por el socialista Francisco Largo Caballero, como presidente del Consejo de Ministros. Y si bien es cierto que en ese momento ya había estallado la Guerra Civil, y que por ello podía ponerse como escusa la situación bélica en la que en ese momento se encontraba el país, lo cierto es que la persecución contra los partidarios de las derechas y contra los supuestos “enemigos del régimen”, una categoría en la que podía entrar, y de hecho entraba, cualquier persona que no fuera un abierto defensor de los partidos de izquierda, había empezado ya desde mucho tiempo antes.
En la sociedad actual está permitido criticar al régimen nazi, y eso es lógico y bueno; pero no está permitido criticar al régimen comunista, causante a lo largo de la historia de tantos crímenes como el nazismo, y eso no está tan bien. No se trata, en realidad, de poner más muertos en la balanza, pues los dos son regímenes totalitarios, y cuentan con millones de muertos a sus espaldas. Stalin no fue un verso suelto, un apéndice trágico y cruel, pero único, del comunismo, y sólo hace falta hacer un repaso rápido por la historia del siglo XX para comprobarlo. Sólo durante los primeros meses de la revolución soviética fueron ejecutadas más personas en el país de los zares que durante los dos o tres siglos anteriores. En China, la revolución cultural de Mao Zedong, no tan cultural como oficialmente se pretendió, llevó al presidio o la muerte a varios millones de personas, llevando a cabo también algunas masacres tan dolorosas y cruentas como las de Katyn y Nazino (masacre de Guangxi, incidente de Mongolia interior, …) En Camboya, los Jemeres Rojos de Pol Pot protagonizaron uno de los más cruentos genocidios en el continente asiático, con una cifra de muertos que oscila, según las fuentes, entre un millón y medio y tres millones de personas. Y en el continente americano, en países como Cuba o Nicaragua, los regímenes comunistas de Castro o de Ortega también han protagonizado en los últimos cincuenta o sesenta años la muerte o la huida del país de millones de opositores al régimen.
También en España, en los años previos al estallido de la Guerra Civil y durante todo el conflicto bélico, también fueron muchos los ejecutados, directamente por el gobierno republicano en muchos casos, o por los milicianos anarquistas, comunistas y socialistas en otras ocasiones. Y todo aquello se hizo en connivencia con el gobierno soviético, porque en España, Alexander Orlov, ya incluso desde antes de la Guerra Civil se había convertido en los ojos y los oídos del propio Stalin, y gracias a él, no se movía una hoja de un árbol en el gobierno de la república sin que el partido de Moscú no lo supiera.
Todos estos sucesos son, es verdad, producto del pasado, aunque de un pasado muy cercano, tan cercano como los que se pretende juzgar con la nueva Ley de Memoria Democrática; algunos de ellos incluso más que los que sucedieron en España, y que se pretenden todavía juzgar por la nueva ley. Pero incluso en pleno siglo XXI, el propio Nicolás Maduro, heredero de Hugo Chávez en el régimen comunista venezolano, tan admirado por los dirigentes neocomunistas españoles como Pablo Iglesias, Pablo Echenique o Íñigo Errejón, ha sido acusado por la Organización de Naciones Unidad de crimen de lesa humanidad. La acusación es muy reciente, tan reciente como que está fechada en este mismo mes de septiembre. Entre otros asuntos, el informe correspondiente, realizado por un equipo que estaba dirigido por la abogada portuguesa Marta Valiñas, presidente de la Misión Internacional Independiente de Investigación sobre la República Bolivariana de Venezuela, informó de más de cuatrocientas ejecuciones extrajudiciales constatadas, así como de multitud de desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias, con empleo de tortura, y tratos crueles ,realizados a los “enemigos del régimen” desde el año 2014 hasta la actualidad.
Y mientras tanto, ¿qué pasa con la gran cantidad de crímenes de la banda terrorista ETA que hoy en día siguen sin resolver? Para solucionar el problema se creó una fiscalía especial, que sin embargo todavía no ha resuelto ni siquiera un solo caso ¿Inoperancia de dicha fiscalía, u órdenes desde el propio gobierno socialista? Pero lo peor de la nueva ley que se pretende aprobar no es eso; no es el dividir a la sociedad en buenos y malos dependiendo del polo, positivo o negativo, o del lado del espectro de la sociedad a la que cada uno pertenezca. Lo peor es que se crea, además, un nuevo espacio para la censura, al querer dar al gobierno las prerrogativas de poder decidir en todo momento lo que puede o no puede ser publicado, al poder vincularse ello con un posible delito de apología del fascismo. De esta manera, se coarta la labor de los periodistas y de los historiadores, que ya no podrán recuperar esa parte del pasado que pudiera ser crítica con el pensamiento único comunista. Muchos expertos en derecho constitucional han manifestado su oposición a la nueva ley, que consideran anticonstitucional. Po ello, hay que afirmar con Roberto Blanco, catedrático de la materia en la Universidad de Santiago de Compostela, que “el gobierno no está para reescribir libros de historia; eso corresponde a los historiadores.”
Finalmente, hay que destacar que la ley, además, es una crítica abierta a nuestra transición democrática, una transición que, por otra parte, ha sido puesta como ejemplo para otros procesos políticos similares en muchas partes del mundo. Hace sólo unos días, Juan Eslava Galán, en un artículo publicado en ABC, es muy clarificador de lo que la ley pretende, y respecto a su papel como crítica de la transición, dice lo siguiente: ”La Ley de la Memoria Democrática con la que ahora nos obsequian pretende ampliar el objetivo para que la Ley de Memoria Histórica zapateril no se limite a la Guerra Civil y la dictadura, sino que «ponga en valor la historia democrática del país». Bajo la nueva ocurrencia se intenta anular la concordia a la que fuerzas de izquierda y derecha llegaron en 1978 y refundar nuestra democracia sobre nuevas bases, a saber: que aquello no está olvidado y que la derecha actual sigue arrastrando, como Caín, el estigma de su fratricidio esa mancha indeleble heredada del franquismo.”