Me resulta amenazador y tranquilizador, a partes iguales, echar la vista atrás año y medio.
Piense cómo era su vida en febrero de 2020, porque la mía era, por decirlo de una forma aséptica, distinta.
Además, desconozco si a usted también le ocurre, tengo la sensación de que el tiempo ha pasado precipitadamente desde entonces y que hoy, apenas un año y medio después de aquello, cargo muchos más lustros a mis espaldas.
Con independencia de la situación pública, mi vida privada resultó ser catártica. No es lugar para desnudar mi intimidad ante usted, aunque sea un lector bondadoso, así que dejo a su imaginación mis circunstancias de entonces porque, con toda seguridad, será mucho más interesante lo que imagine que la realidad misma.
Lo trascendente, en mi opinión, está en lo que supuso para mí tal situación inesperada que se sumó a lo que estaba experimentando el resto de la sociedad debido a la pandemia.
En ese momento estaba de paso en mi pueblo y allí me quedé.
Parar, tras unos años de tremendo ajetreo, de asfalto, de trenes, de plazos imposibles, de autoexigencia y de satisfacciones demasiado incompletas no sólo era bueno: era imprescindible. Y todo paró de golpe. Fue demasiado, lo reconozco. De pronto, tenía la sensación de que el mundo seguía sin mí y ésta era una idea demasiado perturbadora.
Aunque algo también cambió. Recuperé lo que yo solo, aunque de forma inconsciente, había buscado perder. Redescubrí mi tierra, mi hogar, a pesar de no haberla dejado nunca; y la sentí más cerca de mí que antes.
La fortuna de sentarme junto a mi abuelo, al atardecer, mientras oía el trino de los pájaros fue sanadora. Paseé con mis perros, sin prisa por volver. Caminé en paz, sin pensar en el camino. Me reconduje hacia mí mismo a pesar de la infinidad de desvíos que tomé.
Conocerá usted la necesidad de volver a su hogar y esa cálida sensación de seguridad que provoca estar en él cuando te sientes amenazado y herido. Esa fue, sin duda, la sensación que me acompañaba en esos momentos, gracias a estar en mi pueblo. No duró demasiado, pero fue suficiente.
Hoy estoy sentado en el mismo lugar en el que me sentaba con mi abuelo, y pocas cosas siguen igual. Siento el frescor del sándalo recién regado y vuelvo a respirar en paz en unas circunstancias distintas.
Y, de pronto, miro en lontananza y veo una columna de humo negro surgir del horizonte.
Respiro.
Cierro los ojos e intuyo, por el lugar de dónde surge, lo que puede estar ardiendo.
Vuelvo a respirar y recibo un mensaje que me confirma lo que arde. Respiro con más ansia por si acaso, dentro de un rato, el aire se vuelve irrespirable.
Inevitablemente, me vienen a la mente las incongruencias de quienes defendían un macrovertedero, pero criticaban que mi pueblo quisiera instalar un proyecto nuclear de interés estratégico nacional, proyectado, diseñado y construido con la técnica, el saber, las medidas de seguridad y la normativa más estrictas y novedosas existentes en la actualidad.
Vuelvo a respirar. Aún puedo.
Y pienso que me hubiera gustado que esta columna de hoy tratara sobre lo necesario que es parar tu vida en momentos precisos; pero solo puedo ver un humo negro dispersándose por la atmósfera de los pueblos vecinos, fruto de la combustión de sepa Dios qué residuos.
Así que no puedo evitar desperezarme y volver a la vida, porque no me queda más remedio que reescribir mi columna. Menuda se está liando…