Como sea que fue un 23 de abril -de hace más de cuatro siglos- cuando coincidió el fallecimiento de Miguel de Cervantes, Garcilaso de la Vega y William Shakespeare, la UNESCO decidió declarar esta jornada como Día del Libro. Salvo en las comunidades en las que coincide con su festividad regional como Cataluña y Aragón, en el resto del país no pasa desapercibido gracias al justificado interés de promoción de editoriales, librerías y autores.
En Villaescusa de Haro nos atribuimos un orgullo simbólico en esta conmemoración literaria dado que fue un vecino ilustre, Gil Ramírez de Arellano, quien concedió licencia y privilegio por diez años a Miguel de Cervantes para que pudiese imprimir su libro sobre un ingenioso hidalgo manchego allá por los inicios del siglo XVII. Y el resto es historia, porque la insuperable aventura de Quijote y Sancho ha servido para ahormar la idiosincrasia singular de una región e, incluso, para adecentar toda la red manchega de caminos rurales ya en el siglo XXI.
También natural de Villaescusa de Haro fue Luis Ramírez de Arellano, sobrino del anterior, y apodado “Gran Memoria” dado que era capaz de transcribir una comedia tras tres audiciones. Intentaba ganarse la vida recomponiendo comedias que vender a las compañías teatrales en aquel Siglo de Oro, aunque su fama era tal que los actores, si lo encontraban entre el público, trabucaban los versos para confundirlo. Se especializó en el insigne Lope de Vega, que llegó a escribir que para un verso suyo existían “infinitos Arellanos”. A la muerte de Lope, Ramírez le dedicó un soneto al “Príncipe de la Poesía Española”, supongamos que a modo de agradecimiento póstumo.
De cuna villaescusera, siglos más tarde, también Luis Astrana Marín, escritor sordo que fundó la Sociedad Cervantina en 1953 mientras desarrollaba con paciencia y esmero la biografía definitiva del manco de Lepanto: siete tomos basados en 1.410 documentos -muchos inéditos- y de título “Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes Saavedra”. Referencia básica, desde entonces, para cualquier investigación acerca del autor del Quijote. Astrana, además, se atrevió con la traducción de la poesía de Shakespeare al castellano, enorme reto que no solo requiere la conversión de versos entre lenguas sino, sobre todo, la transposición del modo de pensar anglosajón al latino.
De manera inevitable, así, una villa conquense presume de vínculos estrechos con el corazón de la literatura universal, lazos quizá provenientes de ecos pasados que maman de orígenes nobles y lejanas inquietudes culturales. La sombra que proyecta el enorme edificio llamado a convertirse en pionera universidad es alargada. El brillo de los innumerables libros que aparecen en el retablo gótico de la Asunción no cae en el vacío. El olor de la excelsa biblioteca que cultivó el convento dominico no se diluye. No son pocos los autores contemporáneos nativos o adoptados que siguen creando desde aquí, y me disculpen la ausencia de nombres propios para evitar la molestia de la omisión.
La literatura no es la vida, ni se le parece. Rafael Narbona, pregonero de este pueblo, ayer presentó Ira en Villaescusa de Haro, su sexto libro, un ensayo breve sobre dicho pecado capital. Y como la literatura no es la vida, estudia el perdón en el nazismo. Narbona afirma que un libro es como un pequeño tejado que nos resguarda de la lluvia, también Umbral decía que el libro abriga. Abriga si tienes abrigo, sospecho. En muchas ocasiones resulta frustrante comprobar cómo la literatura tiene muchas más alas que la realidad y que las infinitas posibilidades de un párrafo no caben en una ambición de órbita física. Por eso, desde la insignificancia y el corsé, el bello infinito nos interpela cada 23 de abril. Todo ha sido escrito, y, en tiempos de adanismo y fariseísmo, nada más importante que aprender de la historia y de lo ya publicado para digerir bocados de humildad y de prudencia.