Hace más de una década, cómo pasa el tiempo, asistí a una conferencia del intelectual Carlos Taibo en Ciudad Real. Recuerdo que, en defensa de la política del decrecimiento, Taibo profetizaba sobre la necesidad de un cambio radical de nuestro modo de vida para evitar el colapso al que nos veía abocados, un colapso económico y medioambiental. Es cierto, sospecho, que resulta hoy en día más sencillo profetizar catástrofes que tener capacidad de maniobra para virar el descontrolado rumbo mundial, pero no por ello su hipótesis resultaba menos esclarecedora.
Carlos Taibo publicó un ensayo titulado “Colapso” años después, en 2016, y con subtítulo “capitalismo terminal, transición ecosocial y ecofascismo”. Y en 2019 aprovechó nuevamente el concepto para titular otra reflexión “Ante el colapso: por la autogestión y por el apoyo mutuo”. No procede, en este humilde y breve rincón, ni juzgar ni profundizar ni valorar el dramatismo evidenciado del profesor madrileño.
Supongo que, hoy en día, todos sentimos esa sensación de incertidumbre ante un precipicio que cada vez da más síntomas de flaqueza. Entendemos que nuestras “certezas del bienestar” se pueden resquebrajar y lo constatamos cuando vemos, por ejemplo, edificios requemados en Mariupol, una periodista asesinada en su coche, el gasoil a dos euros y la factura de la luz imposible. Nuestra debilidad al desnudo: no quisimos un Ejército ni un Ministerio de Defensa y tenemos guerra y amenazas territoriales poco diplomáticas; no quisimos contener gasto ni asumir una política económica adulta y tenemos un océano de deuda con fuerte oleaje de inflación. Así, el futuro se presenta, cuanto menos, desesperanzado y, quién sabe, al borde del colapso.
Muchos ayuntamientos pequeños no entendíamos hasta hace pocas semanas la obsesión por la eficiencia energética en la gestión de los fondos europeos, esa neurosis para que cambiásemos las ventanas de los consistorios, pusiésemos semáforos con luces led y renovásemos la furgoneta municipal por una eléctrica, aunque tenga a la vista años de vida útil y haga pocos kilómetros al día. Europa, desde hace tiempo, es consciente de la urgencia de evolución en el modelo energético pese a que le vaya a costar una ingente cantidad de dinero en esta década. Resulta paradójico, eso sí, que los fondos de recuperación de una pandemia vayan enfocados, precisamente, a este cambio de paradigma en consumo energético, como si se hubiese aprovechado que el Pisuerga pasa por Valladolid para poner cebollas en Huelva. Agradeceremos a Putin, con el tiempo, la lección práctica, esta sedimentación pedagógica de la relevancia de un ejército para garantizar la soberanía y de la independencia energética para contener la inflación e independencia económica. Algunos nos preguntamos por la hipocresía europea que, consciente de la urgencia desde hace años, se ha lavado las manos en vez de ensuciárselas con propuestas prácticas; quizás Europa e hipocresía hayan sido dos conceptos sinónimos durante un tiempo.
Y ahora sentimos con nitidez las turbulencias, sobre todo en el mundo rural. Al abandono premeditado a nivel político durante las últimas décadas y la pérdida incesable de población se suma ahora la insostenibilidad de los grandes motores productivos de todo pueblo: la agricultura y la ganadería. El incremento de precios repercute de forma excesivamente nítida en ambos sectores desde el terrible cuatripartito de coste desbocado: gasoil, abono, luz y pienso. Si ya de antemano los palos en las ruedas del desarrollo rural eran de acero, ahora afloran nuevos inconvenientes ante la dificultad de poner en la carretera el producto, el coste de mantener vivos a los animales y las pérdidas en la gestión de cultivos. Como si la misión secreta se hubiese dirigido a asestar una nueva puñalada al estilo de supervivencia, no de vida ojo, del mundo rural. Si a esto no se le puede llamar “colapso” se le parece mucho. Luego nos preguntamos porqué los padres ya no repiten a su hijo "estudia, muchacho" sino directamente "sal del pueblo".