La Opinión de Cuenca

Magazine semanal de análisis y opinión

Cultivando kilos de vatios


Hizo un comentario de aspecto inocente en la pequeña asamblea: “¿pero con todos estos cientos de hectáreas de tierra buena convertidos en huertos solares no os estáis cargando la agricultura?” Lo miraron con condescendencia y le replicaron, con compasión y lógica castellana, que si él sabía a cuánto se vendía el kilo de vatios, que si él les ofrecía la misma rentabilidad por el mismo trabajo cultivando cualquier producto agrícola, que si él pensaba que el romanticismo del trigo valía más que la renta familiar. Y también, como respuestas picoteadas de la conversación, que si él se imaginaba lo que ahorraban ahora sin gastar gasoil, sin averías de tractor, sin fertilizantes, sin sacrificios a su edad, sin quebraderos de cabeza mirando a las nubes para ver si dejaban una poca agua.

Un alcalde pedáneo verbalizó la conclusión: “cada día hay más placas solares, más euros en los bolsillos de los arrendatarios de parcelas, más dinero en el ayuntamiento, pero menos gente en nuestros pueblos”. Supongo que, entre líneas, se podía interpretar que los parques fotovoltaicos ni iban a salvar a su pueblo ni le iban a dar la puntilla, en todo caso asomaban la posibilidad de una esperanza.

De un tiempo a esta parte cada vez hay más términos municipales regados por grandes lagunas negras de hierro, aluminio y cristal. Desde Belinchón hasta Olmedilla de Alarcón, desde Torrejoncillo del Rey hasta Minglanilla. En nuestra provincia se suelen arrimar a la A3, porque la luz viaja por sus caminos paralelos a la gran infraestructura de comunicación estatal. De hecho, Castilla-La Mancha es la comunidad autónoma con más instalaciones fotovoltaicas de España, con casi una quinta parte del total estatal.

Esta misma semana, el equipo socialista de “inauguración de cosas antes de las elecciones” se ha desplazado a Graja de Iniesta para presumir de “transición energética contando con el territorio, para que los vecinos lo vean como algo propio”. Resulta una afirmación bastante ridícula. Primero, porque no se trata de una transición energética a nivel regional, sino de un ejemplo nítido de abultado negocio que deriva de la solidaridad de la España vacía para satisfacer la alta demanda de electricidad de las grandes ciudades, y a eso se le debería exigir un mayor valor de retorno. Segundo, porque si se contase con eso a lo que llaman “el territorio” no se condenarían tan vastas extensiones de terreno que alteran la fauna, elevan la temperatura, estropean el paisaje y mutilan la tierra más fértil. Y tercero, porque muy pocos vecinos pueden sentirlo como algo propio, salvo los trabajadores de estas empresas y los propietarios de las parcelas arrendadas; resulta difícil imaginar a los vecinos, junto a las placas, pensando “mira qué sanos se cultivan estos kilos de vatios, eh, Matías, cómo crecen”. Porque, en esencia, se puede valorar la necesidad y la conveniencia de la energía verde, pero no actuar con hipocresía ante desafíos territoriales de envergadura.

Según los datos de Red Eléctrica Española, Castilla-La Mancha produce el doble de energía de la que consume, lo que equivale a una ingente “donación” de recursos para favorecer el desarrollo de regiones más pobladas, entre las que sobresale Madrid. Y no por ello hay que estigmatizar el empuje de Madrid, sino aunar fuerzas para exprimir mejor, en nuestra provincia, esta significativa “exportación”. No se debe presumir sino exigir un mayor retorno de las inversiones, facilitar que los arrendatarios de tierras para molinos o placas incrementen su beneficio mediante condiciones ponderadas, favorecer el desarrollo proporcionado de los ingresos municipales, limitar las afecciones que generan las líneas que se desplazan a subestaciones eléctricas alejadas, prever la gestión de residuos y favorecer el asentamiento de puestos de trabajo más allá de la propia obra.

Ni es maná, ni es veneno, pero el margen de beneficio de la energía es tan exagerado que más les valdría a los gobernantes exprimir las posibilidades para el territorio rural en vez de acudir raudos a sonreír en la foto de la inauguración.

 

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