Algunos politólogos y sociólogos creen que el ciudadano medio vive en twitter y se siente torpedeado por conceptos electoralistas que inventan los gurús políticos como “ola reaccionaria” o “comunista bolivariano filoetarra” cuando la realidad es que apenas conoce el nombre de algún ministro salvo que sea protagonista de alguna noticia viralizada. Por cierto, casi mejor así, porque, salvo contadas y honrosas excepciones, los ministros han mutado de personas de prestigio en talibanes de sus siglas.
Y mientras nos perdemos en los marcos teóricos, ese ciudadano medio a lo máximo que aspira, sospecho, es a vivir un poco mejor y a que los políticos no le molesten y, si quieren mover un dedo, que sea para resolver alguno de sus problemas cotidianos. En general, algún asunto económico, sanitario o de sensación de impotencia ante una injusticia.
Alberto Olmos lo ha desgranado con certeza en una reciente columna de opinión: “Todo el mundo sabe que la campaña de Pedro Sánchez basada en la amenaza del fascismo es un error. La gente no tiene miedo de que llegue el fascismo, tiene bastante más miedo de que llegue la factura del gas”.
Resulta paradójico que tengan que ser precisamente columnistas de izquierdas los que diagnostiquen ese distanciamiento de la realidad. Ya les ha sucedido a otros, que han acabado repudiados de sus trincheras zurdas por falta de pureza moral, como Juan Soto Ivars (“sigo votando a la izquierda porque soy subnormal, no porque sea de izquierdas”) o Ana Iris Simón (“hay una izquierda que preferiría votar para cambiar de pueblo, porque los fachapobres siempre meten la papeleta que no es, que reconocer que lo que falla son sus élites”).
Uno de los referentes de la izquierda hoy en día es Bob Pop, que tras el 28M ha acusado a los electores de ser “unos adolescentes que no saben votar bien” y “adoran a Ayuso porque encarna el mal”. En realidad, Ayuso no es una villana de la oscuridad sino una persona normal que bebe Coca-Cola y que está cansada de que los Agentes de la Verdad le digan lo que está bien y mal. Puede equivocarse, pero se defiende: “estos son mis principios, si no le gustan, respete y no moleste”. Y así, en este contexto de mayoría absoluta, se demuestra que la batalla cultural ya no viene protagonizada por el feminismo sino por la osadía de la libertad. Daniel Gascón lo pone en bonito: “moralizar la política es una forma de negar el pluralismo”.
Lo humano es dudar, lo inteligente es desconfiar del pensamiento propio, lo prudente es abstenerse ante la falta de conocimiento sobre un asunto, pero lo político es siempre elegir: las fresas de Huelva, la central de Almaraz, el indulto de Juana Rivas, el pacto con Bildu, los toros, los derechos de las personas trans, el trasvase Tajo-Segura, la gestación subrogada, la guerra de Ucrania. Nos animan a no dudar, a saltar a uno de los dos montones: al bueno o al incorrecto. Pero, en el fondo, más que no tener razón lo que molesta es que nos quieran imponer una visión basada en argumentos morales, que quieran inclinar el tablero, como dice Álvarez de Toledo.
El problema del marco teórico de la superioridad moral radica en el fariseísmo del que la proclama. Vender que eres un ser superior puede atraerte feligreses devotos, pero en el momento en el que detecten tu hipocresía te abandonarán como a Pablo Iglesias cuando se compró una mansión en Galapagar tras reprochar a los políticos que no viviesen en Vallecas. Te llaman racista por votar a la derecha, pero los que asesinaron a los inmigrantes en la valla de Melilla eran mandados por Marlaska; te llaman machista, pero las leyes que reducen condenas a agresores sexuales las aprueba Irene Montero y los que se van de putas son los diputados socialistas; te llaman ecofascista si reclamas agua para que los agricultores generen riqueza, pero es Pedro Sánchez el que viaja en Falcon y Chana el que defiende el macrovertedero incontrolado de Almonacid del Marquesado; te llaman retrógrado pero el único obsesionado con Franco a estas alturas es Sánchez, por motivos electorales; te llaman homófobo aunque trates a todo el mundo por igual porque no pones banderas arcoíris; te acusan de defensor de lo privado frente a lo público, pero son ellos los que se curan en clínicas privadas y mandan a sus hijos a colegios privados. Y, lo que es peor, te llaman subnormal porque no votas bien y no piensas bien mientras juegan a manejar el poder solo en beneficio propio.