Occidente es una civilización tecnológica, digamos que esa es la seña de identidad más profunda de la sociedad en la que vivimos. Somos hijos de la revolución industrial, y el ferrocarril es un hito y paradigma de ella.
En la cúspide de esa civilización tecnológica, Estados Unidos de América, y en su reciente e intensa historia, la epopeya del ferrocarril como hilo conductor de la construcción de una nación que vale un imperio.
¿Qué sería de una película del oeste sin el bar (Saloon) y la estación de tren? Siquiera un apeadero era suficiente para entender que todo un futuro se abría para lo que nacía como un puñado de casas al lado de las vías del tren.
El tren forma parte del adn occidental, de nuestro relato e imaginario compartidos, y son incontables las novelas y películas que hacen de una estación lugar imprescindible de su periplo narrativo.
Hay algo profundamente sentimental, mágico incluso en el tren. No en vano ocurren cosas mágicas en una estación en los libros y películas de Harry Potter.
Una máquina a fin de cuentas, y sin embargo tan humana, porque es creación del hombre y porque en sus vagones y a través de sus vías se expande la vida del hombre moderno, la real y la de ficción que la sublima.
Y como el tren forma parte de nuestro relato compartido, sus metáforas impregnan nuestro pensamiento, nuestra forma de ver el mundo. Perder el último tren es un mal asunto cuando no es de un tren físico del que hablamos.
Y por el mismo motivo, ninguna imagen más adecuada del abandono y la ausencia de futuro que una estación de tren cerrada y abandonada. Y por lo mismo, quizá un pueblo o ciudad pierdan su último tren si le cierran su estación.
Y es eso lo que nos han anunciado un 30 de noviembre a los conquenses, nos cierran la línea y, con la capital al frente, localidades de la provincia verán su estación cerrada y su futuro cancelado. Quizá con una mano de pintura, pero sin utilidad, porque con su cierre se cierra la vida a las personas y sin personas carece de sentido la estación, el apeadero, el pueblo o la ciudad. Ahora lo llaman despoblación.
Décadas de abandono pretenden ser canceladas, en un escarnio difícilmente tolerable, con más abandono. Décadas de abandono que pretenden ser enmendadas con la madre de todas las cancelaciones que es el cierre de la estación de tren. Décadas de promesas y la pretensión de que asintamos silentes al cierre a cambio de más promesas.
Si Cuenca no lucha por su tren, perderá no solo su futuro, perderá su identidad, su dignidad y el respeto a quienes nos precedieron, y alumbraron con su esfuerzo y tenacidad lo que otrora era ganar un futuro de prosperidad por el que lucharon al pretender no quedar excluidos de los trayectos ferroviarios que conformaban el mapa de desarrollo de España.
Difícilmente tolerable ver cómo, no es la línea Madrid-Cuenca-Valencia la que se cierra, es el tramo en la provincia de Cuenca, en un ejercicio de aislamiento y centrifugación que es el que ha marcado nuestra historia reciente. Y no, tampoco veremos la autovía Cuenca Albacete, cuya ausencia aísla y nos centrifuga también en ese eje de prosperidad al que pertenecemos sólo geográficamente. Y no, no van a cerrar la línea Madrid-Valencia por Albacete. Y tampoco las estaciones de la línea Madrid-Cuenca-Valencia en la provincia de Toledo.
Y que nadie se equivoque pensando que esto no va con él, o porque vive en la capital y viaja habitualmente en Ave, o porque vive en uno de los muchos pueblos, la mayoría, sin estación de ferrocarril.
Porque con el cierre de nuestras estaciones, de Huelves, Paredes de Melo, Vellisca, Huete, Caracenilla, Castillejo del Romeral, Chillarón, Cuenca, Cañada del Hoyo, Carboneras de Guadazaón, Arguisuelas, Yémeda-Cardenete, Villora, Enguidanos y Mira nos cierran Cuenca. Nos cierran, encierran y centrifugan.
Pero como dije al principio, el tren, el de toda la vida, tiene algo muy humano y sentimental. Por eso quiero terminar con el testimonio de mi amiga Ana Cristina, conquense, hija de ferroviario, ferroviaria como a ella le gusta decir, usuaria desde siempre del tren convencional, el de toda nuestra vida. Me dijo que lloró el fatídico día en que nos comunicaron, sin emoción alguna y cual trámite burocrático, que nos cerraban el tren.