La Opinión de Cuenca

Magazine semanal de análisis y opinión

De nacionalismos y de regionalismos. El lugar de Cuenca en Castilla-La Mancha


El diccionario de la Real Academia Española de la Lengua define como nacionalismo cualquier “Sentimiento fervoroso de pertenencia a una nación y de identificación con su realidad y con su historia”. Y en una segunda acepción de la palabra, continúa: “Ideología de un pueblo que, afirmando su naturaleza de nación, aspira a constituirse como Estado.” La definición, como casi todas las definiciones asépticas que podemos encontrar en cualquier diccionario, no deja de ser un poco ambigua. El nacionalismo en mucho más que eso. El nacionalismo es una tendencia o ideología política, que se basa en la reivindicación del derecho a la autodeterminación de un Estado en función de ser constitutivo de una nación propia, y en tanto en cuanto puede conllevar la negación de otros nacionalismos, puede llegar a ser fuente de conflictos. El nacionalismo, entendido así, como una tendencia política, nació en el siglo XIX, y está en el germen de los primeros estados nacionales que sustituyeron a las monarquías y los imperios del Antiguo Régimen.

El nacionalismo es, por lo tanto, una tendencia política arcaica, escasamente progresista, que además está en el origen de muchas de las guerras más sangrientas que tuvieron lugar en el siglo pasado. Por supuesto, de la Primera Guerra Mundial, que precisamente se inició por una acción de los nacionalistas serbios de la organización secreta Unificación o Muerte, más comúnmente conocida como la Mano Negra, y de su división juvenil, Joven Bosnia, que asesinaron al archiduque Francisco Fernando, heredero al trono del imperio austro-húngaro, en 1914. También, la Segunda Guerra Mundial, provocada por las ansias expansionistas de Adolf Hitler, otra forma de nacionalismo, que quería incorporar en una única nación todo el territorio supuestamente germánico. Y también, desde luego, de la guerra de los Balcanes, finales ya de la centuria, cuando parecía ya que Europa se había olvidado de la posibilidad de que fuera escenario de nuevas guerras. Se dirá que cada una de estas guerras es fruto de la anterior, y ello es cierto, como también lo es que el componente nacionalista estaba muy presente también en todas ellas.

El nacionalismo es también una de las causas de la actual guerra de Ucrania. Si uno de los principales factores que provocaron en 1939 el estallido de la Segunda Guerra Mundial fue el pangermanismo de Hitler y del propio Partido Nacionalsocialista, en la guerra de Ucrania, como en otras crisis que se han venido sucediendo en los últimos años en los estados que durante la Guerra Fría habían estado sometidos a la Unión Soviética, y que se fueron independizando a partir de la Perestroika liderada por Mijail Gorbachov en 1985, son consecuencia del nuevo panrusismo de Vladimir Putin. Así se muestra en el ideario del Frente Popular Panruso, el partido que fundó en mayo de 2011, a partir de su antiguo partido, Rusia Unida,  de Rusia Justa, y de otras agrupaciones políticas de similares tendencias ideológicas: el mismo partido que le aupó en el poder al año siguiente, como presidente de la Federación Rusa, y en el que desde entonces se ha ido perpetuando gracias a nuevas leyes, cada vez más antidemocratizadoras. Y es que en el ideario de este partido se encuentra, como meta final, la recuperación territorial del antiguo imperio soviético, basado a su vez en el antiguo imperio de los zares.   

También en España, el nacionalismo catalán, y también el vasco a través del terrorismo, han provocado una de las mayores crisis que se han dado en nuestro país desde los años de la Transición. Nacionalismo catalán frente a nacionalismo español. ¿Qué fue antes, Cataluña o España? Ahí está el quid de la cuestión: el debate político, que no histórico, porque a los políticos la historia sólo les gusta en tanto en cuanto puede servirle para sus intereses ideológicos. Por ello, no les importa, con la colaboración de algunos historiadores, inventarse la historia, tergiversar los hechos del pasado o crear patrias insostenibles para las grandes figuras de nuestra historia. “Cataluña existía mucho antes que España”, puede leerse en un artículo de El Periódico fechado el 6 de agosto de 2016, y da una serie de claves para, según el autor que firma el artículo, Ramón Masagué, demostrar que eso es así. El artículo está plagado de errores históricos, e incluso de mentiras, y desmontar todas ellas nos llevaría mucho más espacio del que dispongo en esta columna. Basta sólo con hacer referencia a su última aseveración para comprender la verdadera importancia de toda su argumentación: como en el Quijote aparece Cervantes en su último capítulo, y como el personaje afirma que la culpa de su estado mental lo tienen los libros de caballerías, de los cuales sólo salvaría a dos, el Amadís de Gaula y el Tirant lo Blanc, ambos escritos en catalán, de ello se deduce que Miguel de Cervantes era catalán, y que en realidad se llamaba Miquel Sirvent.

Una crisis que, por cierto, está muy lejos de solucionarse, por mucho que desde el gobierno actual se quiera dar mensajes de que es cosa del pasado. Los nacionalistas no se han olvidado de sus deseos de independencia; sólo están esperando el momento oportuno para volver a dar un golpe de estado. Y mientras tanto, el gobierno central está abandonando a una parte del pueblo catalán, que, además de catalanes, también se sienten españoles. Porque frente al nacionalismo se encuentra el regionalismo, término que es definido por el diccionario de la Real Academia de la siguiente manera: “Tendencia o doctrina política según la cual en el gobierno y la forma de organizarse un Estado se debe atender especialmente al modo de ser y a las aspiraciones de cada región. / Amor o apego a determinada región de un Estado y a las cosas pertenecientes a ella. / Vocablo o giro privativo de una región determinada.” ¿Se puede uno sentir castellano y español al mismo tiempo? Por supuesto que sí. ¿Se puede uno sentir catalán y español al mismo tiempo? Por supuesto que también. 

Y en ese conglomerado de sentimientos, ¿Dónde queda Cuenca y dónde queda Castilla-La Mancha? No es una entelequia decir que Castilla-La Mancha nació hace ya cuarenta años como un discurso exnovo sin ninguna base histórica o geográfica, más allá de una comarca real, la Mancha, que ni abarca toda la geografía de la nueva comunidad naciente, ni tocaba en nada a una de las provincias que la iba a componer. Históricamente, se hablaba de Castilla-La Nueva, pero ello suponía incluir a Madrid, que, por su propia realidad como capital de la nación, tenía que formar una comunidad uniprovincial aparte. Históricamente, también se podía haber creado una macrorregión que abarcara a toda Castilla, pero ello convertiría al estado de las autonomías en una realidad asimétrica en cuanto a poder, que otras regiones no podían consentir. 

Desde entonces, el gobierno de Castilla-La Mancha se propuso, y en parte lo ha conseguido, crear un espíritu regionalista castellano-manchego. En la actualidad, los porcentajes en cuanto a la existencia de ese sentimiento castellano-manchego son muy diferentes. Según las últimas estadísticas publicadas, en Cuenca hay un 49% de sus habitantes que sienten un cierto rechazo por la comunidad autónoma, sólo superados por el 56% de los guadalajareños que tienen también ese mismo sentimiento; sin embargo, en las otras tres provincias, el porcentaje es muy inferior: el 12% en Albacete, el 19% en Toledo, y una cantidad muy similar en Ciudad Real. ¿Por qué existe esa diferencia entre las cinco provincias? Se aduce que Guadalajara, una de las provincias que menos castellano-manchega se siente, está demasiado cerca de Madrid. En efecto, su capital se encuentra sólo a sesenta y seis kilómetros de la capital de la nación, y está separada de ella por la comarca del Henares, un conglomerado de pueblos que pertenecen indistintamente a ambas provincias. Sin embargo, Toledo sólose encuentra un poco más lejos, a setenta y cinco kilómetros, y la separan de ella los pueblos de La Sagra, otra comarca histórica que abarca una parte de las dos provincias. 

Entonces, ¿dónde se encuentra realmente la diferencia? Sin duda, en la diferencia de trato que todos los gobiernos de Castilla-La Mancha han tenido con unas provincias y con otras. No hace falta nada más que repasar la historia de estos últimos cuarenta años, y la hemeroteca, que siempre vuelve, para darse uno cuenta de hasta qué punto ello es cierto. Toledo fue premiada con la capitalidad y Ciudad Real con el grueso de la universidad, al tiempo que Albacete era premiada con una serie de decisiones políticas y económicas que provocaron, y siguen provocando, un importante desarrollo económico, sin parangón en los años anteriores. Y mientras tanto, ¿qué ha quedado para Cuenca, más allá de unas pobres migajas que, cuando se producen, son anunciadas en la prensa a bombo y platillo? Cada cuatro años se anuncian nuevos proyectos, que irremediablemente nunca se cumplen: los remontes al casco antiguo, las diferentes autovías, el palacio de congresos, … que nunca llegan ni siquiera a empezarse. 

El antiguo diputado provincial Eulalio López Cólliga acaba de publicar un nuevo libro, “Por una comunidad Madrid-Cuenca-Guadalajara” que está formado por diferentes artículos publicados entre febrero de 2020 y enero de 2022. Desde el título se muestra ya de manera clara cuál es la teoría política defendida por el autor: la separación de las dos provincias castellano-manchegas del ente regional, y la unión con Madrid, como referente de libertad y desarrollo en pleno siglo XXI. Como dice el viejo refrán castellano, es mejor ser cola de león que cabeza de ratón, y mucho más todavía que ser, como sucede en el caso conquense, cola de ratón. La teoría es un claro reflejo del abatimiento en el que se encuentra sumida la sociedad conquense, de la sensación de abandono por parte de los poderes políticos, y si bien es cierto que, en su tiempo, hace ya cuarenta años, podía haber resultado una buena opción para los conquenses, en la actualidad no deja de ser una entelequia. 

Intentar cambiar ahora, cuarenta años después, el mapa geográfico de las comunidades, resulta harto complicado, sobre todo si tenemos en cuenta que para ello se debería tener el permiso del resto de las provincias interesadas; esto es, Madrid, pero también las provincias manchegas de Albacete, Toledo y Ciudad Real. En este sentido, ¿dejarían estas tres últimas provincias que las otras dos se fueran de la comunidad y pasaran a integrar otra región diferente? Está claro que no. Últimamente se está repitiendo como un mantra, y yo mismo también he escrito sobre ello en alguna de mis colaboraciones, que el conjunto de la región castellano-manchega necesita tener dentro de la comunidad una provincia pobre y arruinada como Cuenca, para que pueda seguir recibiendo desde Europa los importantes fondos que son encaminados a luchar contra la despoblación. Así, Castilla-La Mancha podrá seguir disponiendo de esos fondos de manera asimétrica, repartiendo los pedazos importantes de la tarta entre las tres provincias que más se han venido desarrollando en estos cuarenta años gracias a sus políticas partidistas, aquellas que más votos, y más escaños y diputados, proporcionan, y dejando para Cuenca, como siempre, las migajas de esa tarta.

 

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