El pasado 28 de mayo, mientras en España se estaban celebrando las elecciones municipales y autonómicas, yo me encontraba en la ciudad croata de Dubrovnik, la perla del Adriático, no sin antes haber ejercido mi derecho al voto, aunque en esta ocasión haya sido, contra mi costumbre, por correo. Llamada la Atenas dálmata, Dubrovnik es la antigua república independiente de Ragusa, la cual logró mantener su independencia durante cuatrocientos cincuenta años, desde 1358, fecha en la que logró liberarse del dominio veneciano, hasta 1808, cuando Napoleón Bonaparte, después de haber conquistado todos los territorios situados al sur de los Alpes, desde Treiste hasta Montenegro, firmó el decreto por el que se suprimía la república de Ragusa, incorporando su territorio al reino títere de Italia, y un año más tarde, a la nueva provincia de Iliria. El lema de la vieja república era el siguiente: “Non bene pro toto libertas venditur auro”, es decir, “La libertad no se vende por todo el oro del mundo”.
En efecto, los antiguos habitantes de Ragusa, en aquellos cuatrocientos cincuenta años, sin ninguna guerra de por medio, a través sólo de la diplomacia y de los pactos comerciales, escapar del juego político que, protagonizado por venecianos, turcos y defensores del imperio de los Habsburgo, había asolado durante ese tiempo a todo el continente europeo. Y aunque durante la Segunda Guerra Mundial, la ciudad fue invadida en diversas ocasiones por los alemanes, los italianos, y las terribles tropas ushtacha croatas de Ante Pavelic, la crudeza de la guerra más brutal no llegaría realmente a esta bella ciudad del Adriático hasta el 6 de diciembre de 1991, en plena guerra servocroata, cuando fue asediada y bombardeada durante seis meses por combatientes de origen herzegovino.
En realidad, la vieja república de Ragusa no era una república perfecta, en el sentido actual de la palabra, como tampoco lo era la república de Venecia; tampoco lo fue, en esencia, una democracia perfecta la de Atenas, ni las que fueron surgiendo en aquellos mismos siglos en el resto de las polis griegas; en realidad, uno de los errores más repetidos a la hora de intentar comprender las instituciones o los personajes de la historia, es juzgar esas instituciones con las claves que sólo son propias de los tiempos actuales. Lo que nadie puede negar es que Ragusa fue una república en un momento en el que toda Europa estaba todavía sumida en el Antiguo Régimen y en la monarquía absoluta, y que, mientras en Viena, en Budapest, en París o en Londres, eran los reyes los que dominaban las claves de la política, en Ragusa eran los rectores, elegidos por las clases dominantes de la ciudad -desde luego, no se puede hablar todavía, tampoco en Ragusa, de una plena democracia, en la que todos tengan los mismos derechos- por un tiempo sumamente corto, apenas un mes, en el cual los elegidos tenían la obligación de dedicarse íntegramente a los asuntos del Estado, sin poder, siquiera, salir del palacio por ningún motivo. Desde luego, cabría pensar si la excesivamente corta duración del gobierno de los rectores de Ragusa sería operativa en las democracias actuales. Alguno podría decir que un mes puede ser suficiente, que, de esta forma, a nuestros políticos no les daría demasiado tiempo a adquirir esas formas de actuar a las que, lamentablemente, estamos ya tan acostumbrados. También es cierto que en un mes no da tiempo a tomar decisiones importantes a medio o largo plazo.
Resulta interesante reflexionar en todas estas cosas del pasado, también ahora, cuando, con las elecciones recientemente celebradas, con los pactos entre los diferentes candidatos a los ayuntamientos, entre ellos el de Cuenca, todavía no acordados del todo, no sabemos todavía cuál va a ser nuestro futuro más próximo. Hay algo que sí está claro: que en esta “fiesta de la democracia” que se acaba de celebrar, el pueblo ha hablado, y que la obligación de todos los que participamos en ella es aceptar su decisión, sea ésta acertada o no lo sea, según sólo nuestras propias convicciones . En democracia, el pueblo también tiene derecho a equivocarse, aunque las consecuencias de esos errores puedan provocar daños irreparables; y en todo caso, también es posible, quizá, que los equivocados seamos en realidad nosotros. Porque en esencia, en democracia, las elecciones tienen la virtud de ponernos ante nuestro propio espejo.
En el frontispicio del palacio rectoral de Dubrovnik, los turistas pueden leer todavía, en letras de molde, el otro lema de la vieja república: “Obliti privatorum publica curate”, es decir, “olvida lo privado y preocúpate de lo público.” La frase, sin duda, podría ser considerada como un antecedente de la famosa frase que uno de los mejores presidentes norteamericanos, John F. Kennedy: “No pienses en lo que tu país puede hacer por ti, sino en lo que tú puedes hacer por tu país.” Ojalá los políticos que han sido elegidos en estas elecciones municipales y autonómicas, como los que serán elegidos en las próximas elecciones generales, el próximo 23 de julio, quieran seguir los consejos del político del partido demócrata, y de los antiguos rectores de Ragusa.