La Opinión de Cuenca

Magazine semanal de análisis y opinión

Educación y cultura del esfuerzo


Lo que poco cuesta aún se estima menos.

Con este refrán puesto en boca de Camila en la novela corta El curioso impertinente, intercalada en El Quijote, quiero comentar un aspecto muy concreto de alguno de los males que afectan a nuestro sistema educativo: el de la consideración del esfuerzo en el éxito/fracaso escolar. Superada la idea de la “Escuela feliz” y lúdica que propugnaba la LOGSE, las sucesivas reformas y contrarreformas han ido tratando el asunto con diferente sensibilidad hasta llegar a la situación actual en la que, como en otros grandes temas, no parece que se opte por una situación de síntesis; todo lo cual ha dado lugar a ríos de tinta en favor de una u otra postura en términos de verdadera beligerancia; echaré mi cuarto a espadas en el asunto.

La secuencia LOCE-LOMCE- antitéticas ambas de la LOGSE- hace especial hincapié en la “cultura del esfuerzo” como uno de los cinco ejes fundamentales que la inspiran; y mantiene: “La cultura del esfuerzo es una garantía de progreso personal, porque sin esfuerzo no hay aprendizaje”, para deducir: “un clima que no reconoce el valor del esfuerzo resulta más perjudicial para los grupos sociales menos favorecidos”. Por su parte, la secuencia LOE-LOMLOE mitiga la importancia que esa llamada cultura del esfuerzo tiene en los procesos de aprendizaje y la deriva no tanto a un compromiso y acción individual como a un compromiso colectivo: “El principio del esfuerzo, que resulta indispensable para lograr una educación de calidad, debe aplicarse a todos los miembros de la comunidad educativa”. Y concluye: “ Una de las consecuencias más relevantes del esfuerzo compartido consiste en la necesidad de llevar a cabo una escolarización equitativa del alumnado”. A partir de aquí, los legisladores de una y otra opción, pero especialmente los seguidores más cañeros que las defienden o atacan, las explican y las difunden desde supuestos prejuicios ideológicos cargando las tintas sobre las, según cada uno, virtudes de la propia y defectos de la otra. Así, para unos, la cultura del esfuerzo comporta una educación elitista y segregacionista por neoliberal y, para otros, su mengua de consideración supone devaluar el poder liberador y promoción social que conlleva la educación y es la negación de la excelencia, “al igualar por abajo”.

En resumen, unos piensan que apostar por la cultura del esfuerzo en la legislación educativa supone poco menos que convertir las instituciones dedicadas a tal fin en cámaras de tortura a las que solo sobrevivirán los más fuertes y, por el contrario, sus oponentes entienden que descartada dicha cultura de las instituciones educativas estas se convierten en falansterios a la manera de Fourier, alejados de la realidad que les espera a los más jóvenes. A mi modo de ver, este es un episodio más de la manipulación del lenguaje como arma arrojadiza para desacreditar al contrario con connotaciones negativas y apropiarse de las connotaciones positivas que tienen las palabras.

Me explico; cualquier persona en su sano juicio no podrá negar con un mínimo de sentido común que el esfuerzo es la condición indispensable que todos los seres vivos deben ejercitar para sobrevivir al medio, servirse de él y mejorarlo en beneficio propio y de sus congéneres; cuánto más en la especie humana, lo cual supone una satisfacción personal a la vez que un estímulo para seguir superándose. Por la misma razón, a nadie en su sano juicio se le debiera ocurrir que el esfuerzo exigido en los procesos de aprendizaje no sea acorde con las capacidades de cada individuo y que “los deberes”, tanto en la escuela como fuera de ella, sean en realidad un suplicio tantálico por inalcanzables y desmotivadores. A estas alturas de la civilización, la atención a la diversidad en sus múltiples manifestaciones debe ser una realidad efectiva y con recursos suficientes, especialmente con los más vulnerables por razones cognitivas o evolutivas y sociales; para todos, el esfuerzo- entendido como sinónimo de laboriosidad- debiera ser el acicate para conseguir lo mejor de cada uno y, por qué no, hacer méritos para hacerse un hueco en este complejo entramado social no siempre justo pero es el que tenemos; lo cual no tiene por qué confundirse con la denostada competitividad, que no ha de ser perniciosa si no se lleva hasta extremos patológicos sino como un reto consigo mismo. “Todos iguales, todos diferentes”, que proclama el clásico lema inclusivo; esto supondrá que la laboriosidad debe ser premiada para quien más se esfuerza, al igual que la vagancia no puede tener premios falsamente igualitarios. No parecen apuntar en este sentido algunas decisiones legislativas cuyos detalles han trascendido y que regulan que para promocionar de curso, incluso en Bachillerato, se pueden tener hasta dos asignaturas suspensas si así lo considera el equipo docente. Cuestión que a priori pudiera parecer razonable si no fuera porque son previsibles los conflictos con las familias afectadas por alguna decisión negativa del equipo docente y ya sabemos a quién se le dará la razón en última instancia. Por otro lado, y aunque la intención sea loable, la repercusión que ha tenido la noticia apunta más bien a una rebaja de exigencia para maquillar las cifras globales del fracaso escolar aunque pueda incrementarse el fracaso social. Si el refrán aducido al principio tuviera algo de cierto, esta podría ser una nueva vía de agua en la consideración social y reequilibradora de oportunidades que debe suponer la educación y especialmente el sistema educativo en los niveles anteriores a la Universidad, también en esta por supuesto. Una vez más se puede haber fallado en el diagnóstico y se pretende poner remedio al mal con alguna de las causas que provocan la enfermedad, si es que la hubiera. Para hablar en positivo y como todo refrán tiene su complementario tal y como nos enseñó Cervantes y enseña la sabiduría popular, permítanme este:

Lo que más trabajo cuesta, más dulce se muestra.

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