El mentir es infamia, es ruindad, es vileza. Un mentiroso es indigno de toda sociedad humana, es un alevoso que traidoramente se aprovecha de llos demás para engañarlos. (...) ¿Qué es un mentiroso sino un solemne tramposo? ¿ Un embustero que permuta ilusiones a realidades? ¿ Un monedero falso que pasa el hierro de la mentira por el oro de la verdad?
Benito Jerónimo Feijoo, Impunidad de la mentira.
Tal y como bajan las aguas en el río de la política en esta cuesta de enero no deja de ser una osadía adentrarse en tan procelosas corrientes sin correr el riesgo de verse engullido por algún remolino traicionero. Pero, como dice el clásico, “El que tiene un vicio si no se da con la puerta se da con el quicio”. Asumiendo dicho riesgo, me permito traer a su consideración algunas reflexiones sobre el que, a mi modo de ver y otras mentes más lúcidas que la mía, es el principal peligro que corre ese concepto que se ha dado en llamar “democracia liberal”, encarnado en nuestro país en todo lo que comporta la expresión Régimen del 78. Dicho peligro no es otro que el que Sloterdijk, Crítica de la razón cínica (1989) ha llamado cinismo político y a quien me permito glosar en estas líneas; tal denominación no es una nueva ideología que pudiera evocar a los clásicos griegos así nombrados sino un estilo discursivo para comunicar mensajes en la esfera pública que resulten atractivos para el receptor, con independencia de que se compadezcan con las intenciones de quienes los proclaman y, mucho menos, con una praxis que conduzca al bien común pues este lo interpretan sus seguidores como “bien para sus intereses”.
A diferencia de los fanáticos defensores de las ideologías clásicas, los cínicos no imponen sus ideas porque sean las verdaderas sino porque son suyas y no merece la pena contrastarlas con las del otro porque ese otro no es un rival, es un enemigo con quien no merece la pena buscar un punto de encuentro; ya no se trata de discutir apoyándose en las ideologías pues cada uno considera despreciable la del otro y no se le admite ninguna validez si no es para denunciar que tal ideología solo se sustenta en tanto en cuanto sirve para defender de manera encubierta sus intereses; como aparentemente no son fanáticos, comparten algunos aspectos ideológicos que podrían ser de aceptación general pero que se reclaman como propios y en exclusiva, negando que el otro pueda ser también su valedor; como enemigos políticos que se consideran respecto a otros contendientes, que no rivales, cada uno sostiene su verdad no porque sea la verdad sometida a discusión y acuerdo sino porque es la suya y de ahí el apego a la afirmación weberiana de que “saber es poder”: cuanto más parezca que sé, que estoy en posesión de la verdad, más poder tendré. Por tanto, el cínico está convencido de que puede afirmar sin pestañear lo que puede ser verosímil, aunque sea poco probable, para hacer inmediatamente después lo que le sea conveniente; pero no conveniente para lo que se entiende por razón pública sino conveniente para esa causa que se ha establecido a priori como justa por haberla establecido él.
En efecto, en esta era de la posverdad en la que es aceptado que cualquier cosa se puede defender sin argumentos, con tal de que se defienda con brillantez y desparpajo y tenga visos de verosimilitud, es posible y acaso inevitable la proliferación de charlatanes, falsos profetas, negacionistas y mentirosos oportunistas varios que gracias al cinismo como estrategia discursiva se abren paso para vivir de lo que ayer criticaban. Y es que el cinismo no es exclusivo de las élites dirigentes pues también entre las masas que sostienen a los cínicos abundan los individuos anónimos que comparten los mismos rasgos definitorios. Por supuesto, el cinismo como discurso político tampoco es exclusivo de ninguno de los bloques ideológicos tradicionales. Ejemplos se pueden encontrar en uno y otro bando si vemos tal calificativo en la esfera internacional y, desde luego, no le resultará difícil al amable lector encontrar ejemplos en el suelo patrio; más aún, los propios analistas tildarán de cínicos a unos u otros en virtud de su confesa o no confesa adscripción ideológica si entendemos esta en los términos clásicos. A este respecto afirmaba Chomsky en 2016 y a propósito de la campaña de Trump: “Lo novedoso políticamente no es la mentira, pero sí el cinismo y la impunidad con que se miente”. Algo parecido podríamos decir de los autoproclamados gobiernos de la gente habiendo definido de antemano qué entendemos por gente y haciéndole creer a esa difusa y nueva clase social que es en realidad la nueva clase gobernante. Aquí es, a mi modo de ver, donde puede radicar el verdadero peligro de esa democracia liberal que arranca en el 78: el discurso político cínico promovido en apariencia desde abajo con lo que, a priori, se erige en la defensa de los más débiles. No hace falta la justificación racional de su verdad, es verdad porque es la suya y con un solo fin: que el miedo cambie de bando. Ya no hace falta creer en algo que históricamente ha merecido la pena creer, incluso morir por ello; solo hace falta convencerse provechosamente a sí mismos de creer aquello que resulta ventajoso creer. Y de ahí a nuevos totalitarismos solo hay un paso. Por suerte para esta imperfecta democracia liberal de la que aún gozamos tenemos un preventivo anticinismo: el voto libre y responsable para la defensa de la razón pública, que ya los ilustrados identificaron como el conjunto de los principios políticos que deben compartir todos los ciudadanos, sean cuales sean sus creencias, y que pueden defenderse en el foro público sin cinismo y sin mentiras en pro de una determinada praxis política.