La Opinión de Cuenca

Magazine semanal de análisis y opinión

El Día de Difuntos


Cerrar podrá mis ojos la postrera

sombra que me llevare el blanco día,

y podrá desatar esta alma mía

hora a su afán ansioso, lisonjera;

mas no, de esotra parte, en la ribera,

dejará la memoria, en donde ardía:

nadar sabe mi llama la agua fría

y perder el respeto a ley severa (...)

Para celebrar el Día de Difuntos he querido compartir con ustedes estos versos de Quevedo que, según Dámaso Alonso, serían los más hermosos de toda la poesía española; hipérboles del maestro al margen, me sirven de pretexto para mirar una vez más a los clásicos y construir unas líneas no ya sobre la muerte, Dios me libre, sino sobre algunos aspectos de la vida que gira en torno a estas fechas de muertos, de Todos los Santos, de Ánimas o de Finados, cuyos matices de significado ustedes bien conocen y que les sugiero que unifiquen para no perdernos en lo accesorio; desde luego, no me detendré en un análisis filológico del soneto de referencia, ni en insistir en el tratamiento que el tema ha tenido en la literatura española desde las prerrenacentistas Danzas de la muerte, Manrique, Quevedo, Zorrilla, Bécquer, Unamuno, Blas de Otero y una nómina de autores que sería interminable; tampoco pretendo un acercamiento religioso ni trascendental para este hecho cierto del que tenemos que ser conscientes aunque nos duela asumirlo. Ante tema tan sensible y que afecta a los sentimientos más íntimos, no pretendo trivializar sobre la muerte pues esos a los que llamamos seres queridos siempre dejan en nosotros hondo pesar y cada uno los mantenemos vivos en el recuerdo de manera individual y muy personal.

Que la vida y la muerte, obvio es decirlo, son las dos caras de una misma moneda intrínseca a los seres vivos lo confirman las celebraciones de estos días en diferentes culturas y religiones con las que se confunden ambos mundos- el de los vivos y el de los muertos- y con las que los vivos de la especie humana rememoramos a nuestros muertos a título individual pero también con cierto componente colectivo: en unos casos con festejos familiares sobre las propias tumbas (México); en otros, engalanando y visitando los cementerios y manteniendo unos usos y costumbres que, por desgracia, están a punto de desaparecer por esa aculturación globalizadora del mundo anglosajón que viene invadiendo nuestras escuelas y a nuestros escolares con el mercado que comporta todo lo relacionado con Halloween; y es precisamente de esos usos y costumbres que vivimos en nuestra infancia y juventud, hoy prácticamente olvidados, de los que quiero hablarles para recuperarlos de esa memoria colectiva que nos ha ido haciendo como sociedad generación tras generación.

Si mi memoria no me traiciona, quiero recordar que la visita al cementerio se entendía entonces como un acto colectivo en el que cada cual recordaba en privado a sus muertos; el alarde de flores es algo muy reciente y algunos mayores, acostumbrados a la austeridad, no siempre de acuerdo con tal dispendio podían sentenciar: ” Menos flores a los muertos y más cuidados a los vivos”; incuestionable sentencia condenada al fracaso en esta sociedad del consumo y la apariencia. El vaciado de las calabazas para construir una calavera terrorífica era otra de las tareas que nos tendría ocupados algunos días para que se secara convenientemente y poder albergar en su interior un velote que, si llegara el caso, situaríamos en las esquinas del cementerio; trabajos manuales al fin y al cabo que nos facilitaban un aprendizaje contextualizado como reivindican ahora los nuevos pedagogos. Las abuelas y las madres en aquella sociedad machista preparaban para la noche un postre de dioses, los puches, con cuyas sobras se aprovechaba el ungüento con el que obstruir alguna cerradura rellena con palillos; “ cosas de la edad”, que decía quien no le tocaba limpiarla; a falta de castañas, no faltaban las nueces como postre socorrido, o las bellotas calentadas en la estufa o los buñuelos de calabaza, porque los huesos de santo solo se probaban si algún familiar venía a la capital. Cómo olvidar aquellas reposiciones en blanco y negro del Don Juan Tenorio que aguardábamos expectantes cada 31 de octubre; o cómo no recordar aquellos relatos de miedo que los mayores del grupo, especialmente las chicas, contaban sobre aparecidos, fantasmas y anécdotas en torno al cementerio, que dejaban en mantillas al mismo Bécquer o al propio Poe. En el ámbito más íntimo y personal, cómo no recordar aquellos tazones con aceite que las madres y abuelas situaban en lugares discretos y en los que colocaban tantas lamparillas encendidas como familiares muertos guardaban en su memoria; en ese mismo ámbito religioso, aunque con rasgos más difusos en la memoria, recuerdo la Cofradía de Ánimas que acompañaba a cada difunto y cuyos componentes tenían que pagar una multa simbólica en caso de no asistir a los oficios religiosos.

Pero, como la memoria es frágil y a veces traicionera, seguro que ustedes pueden recuperar otros tantos recuerdos que completen estas breves pinceladas mías. No obstante, tómenlas ustedes como una oración laica más en recuerdo de nuestros antepasados y con el ánimo de recuperar una parte de esa memoria colectiva de la que hoy llaman España vaciada, que todavía estará más desértica si caen en el olvido estos pequeños detalles de nuestro patrimonio inmaterial por ser vivencial. Y para terminar, les recomiendo para estos días la lectura de la rima LXXIII de Bécquer a la que me permito contradecir el contenido plañidero de su estribillo; “Dios mío, qué solos/se quedan los muertos” repite varias veces. Acaso seamos los vivos los que nos quedamos solos y por eso tenemos necesidad de revivirlos en la memoria. Entre tanto, ¡que descansen en paz! y que los vivos “mantengamos la memoria en donde ardía”. Buen Día de Todos los Santos en compañía de la memoria de sus difuntos.

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