La Opinión de Cuenca

Magazine semanal de análisis y opinión

El espíritu de la Navidad


Cuando escribo estas líneas, hace ya muchos días que en algunas de nuestras ciudades han sido instaladas ya las luces de Navidad, y ello a pesar de que, en un medio semanal como es éste, que sólo sale los domingos, y con los medios de que dispone, se hace necesario preparar con un tiempo de antelación las colaboraciones, con el fin de que todo pueda estar preparado en su fecha. En efecto, todavía queda más de una semana para que tú, lector, puedas leer estas líneas, y en algunas de nuestras grandes ciudades, en los que las estrellas luminosas y las gigantescas bolas de Navidad ya lucen, brillantes, en las calles peatonales y en las plazas más transitadas, la polémica se ha avivado entre muchos de sus habitantes. Unos, consecuentes con la crisis económica que nos acompañan, afirman que es demasiado pronto, que, quizá, incluso este año hubiera sido mejor no instalarlas, como medida para favorecer un ahorro energético que cada vez es más necesario. Otros dicen que las luces que ahora se instalan en Navidad son led, y que por lo tanto no gastan demasiado, y sostienen que las luces de Navidad son necesarias para dar una imagen alegre de la ciudad y de sus habitantes, que fomentan el comercio, que son más necesarias incluso ahora, cuando la crisis económica está siendo más acuciante.

Quizá, las dos posturas pueden llegar a tener su parte de razón. Quizá sea cierto que, en algunas ciudades, las luces navideñas se están encendiendo cada vez más pronto. Quizá sea cierto, también, que cada vez llegan antes a nuestras televisiones los anuncios de colonias, de juguetes, de turrones,… Quizá sea cierto que, cada año, las comidas de Navidad junto a los amigos, o los compañeros de trabajo, las celebramos antes, atraídos, quizá, también, porque los hoteleros se aprovechan de ese “espíritu navideño” para subir los precios de sus menús de forma casi inmoral. Como también es cierto, quizá, que llega antes a nuestras casas el calvo de Navidad, aunque haya sido sustituido desde hace algunos años por esa especie de Papá Noel vestido como si se tratara de una persona cualquiera, que va dejando el décimo de la lotería -por supuesto, el premiado- en cualquier lugar insospechado, en la barra de un bar o en el mostrador de una tienda, por ejemplo.  

Lo cierto es que, según han dicho los que entienden de estas cosas, resulta más caro iluminar un campo de fútbol durante el tiempo que dura un partido, que tener encendidas todas las luces de Navidad de una ciudad grande, como Madrid, por ejemplo, durante ese mismo tiempo. Y aunque también es cierto que, en algunos casos, el asunto se reduzca sólo a cuestión de quién tiene las bolas más grandes -las de Navidad, por supuesto- el hecho de que una ciudad tenga unas bonitas luces navideñas, tiene aspectos muy positivos, y si, por una parte, tal y como se ha dicho antes, puede ser beneficioso para aumentar el ánimo decaído de sus habitantes, por otro lado, es también cierto que influye en un aumento del turismo para esas ciudades. En este sentido, hay que tener en cuenta que a los pocos días de que se hubieran instalado las luces en una ciudad como Vigo, en donde, según se dice, se van a gastar este año, igual que el anterior, alrededor de un millón de euros, eran ya miles las personas que habían llegado a la ciudad, atraídas sólo por ese juego de luces, llegadas algunas de ellas desde puntos tan lejanos como las islas Canarias. También es sabido que, en diciembre, cuando a la enorme oferta turística que ofrece Madrid para los visitantes -museos, teatros y musicales, gastronomía, …- se une la propia de la Navidad, el centro de la ciudad se llena de turistas llegados desde distintos puntos del país, para competir con los propios madrileños en un consumo, que es capaz de vencer a la crisis y al aumento de los precios.

Quizá sea ese el quid de la cuestión: el aumento del consumo, de un consumo quizá desaforado, que se produce en estas fiestas. Desde hace ya demasiado tiempo, y cada año que pasa más, el mensaje de la Navidad que desde muchos sectores de la sociedad se nos está dando, tiene más que ver con el consumo que con la propia Navidad. Pero, ¿es esto realmente la Navidad?  ¿Dónde queda el espíritu de la Navidad, eso de lo que habitualmente se habla cuando llegan estas fechas, pero que muy pocos se atreven a definir? En una página web sobre la Navidad que he podido leer hace no demasiado tiempo, después de hacer un acercamiento histórico a esta celebración, que en realidad se remonta a tiempos anteriores al nacimiento de Jesucristo, cuando las tribus celtas celebraban el solsticio de invierno hacia el 21 de diciembre, afirma lo siguiente: “Se dice que el espíritu de la Navidad baja a la tierra y visita a los hombres de buena voluntad la noche del 21 de diciembre, entre las 22:00 y las 00.00 horas, y es un momento especialmente propicio para que los que creen en dicho ser, envíen sus peticiones y deseos. El espíritu de la Navidad, eso que viene, no es más que una especie de pensamiento colectivo relacionado con dos energías fundamentales, que es muy importante recordar cada fin de año: la de dar y recibir, y la de agradecer.” Y después de hablar sobre algunos conceptos que están relacionados con este asunto, como los de la luz y la energía, sigue afirmando: “Como podemos ver, ambas teorías tienen una fuerte relación con el New Age, con el esoterismo y el ocultismo. No es de extrañar, pues, que la Iglesia católica rechace enérgicamente cualquier actividad que tenga por objeto celebrar el espíritu de la Navidad.”

¿Qué hay de cierto en esta afirmación? ¿Es verdad que la Iglesia rechaza el espíritu de la Navidad? Rotundamente, no. El cristianismo, es sabido, adoptó muchas de las costumbres paganas de los pueblos precristianos con el fin de que su mensaje de paz -sí, de paz era el mensaje de los primeros cristianos, por más que ese mensaje se haya ido prostituyendo a través de los siglos, en parte por culpa de la propia Iglesia-, y el nacimiento del dios Sol, el Helios de los romanos, el Belenus de los celtas, precisamente durante el solsticio de invierno, vino muy bien a la Iglesia primitiva para explicar a los iletrados primeros cristianos lo que significa de verdad el nacimiento de Cristo. La Iglesia también habla, y de manera positiva, del espíritu de la Navidad, y lo importante que es ese espíritu para evitar que estas fiestas de la renovación personal se queden solamente en una simple oda al consumo. Lo que sucede es que, para el cristiano, el espíritu de la Navidad debe ser mucho más que eso, que no debe quedarse simplemente en una sensación personal de renovación interior, al estilo de lo que nos cuentan todas esas películas americanas de sobremesa que, cuando llegan estos días, lanzan a las ondas las diferentes cadenas de televisión. 

Para el cristiano, el espíritu de la Navidad debe ser mucho más que eso. Para el cristiano, el espíritu de la Navidad es sentir que algo se renueva en tu interior, como lo sintió el avaro señor Scrooge, el protagonista de “Cuento de Navidad”, cuando los tres espíritus o fantasmas de la Navidad -las Navidades Pasadas, las Navidades Presentes y las Navidades Futuras-, fueron a visitarle, escondidos entre la niebla de Londres, en una fría noche victoriana. Pero para el cristianismo no hay espíritu de Navidad que valga si esa renovación interior que se produce en estos días no tiene un externo, si no hay una transformación real de los hábitos de conducta. Para el cristiano, el espíritu de la Navidad es sentir que el niño Jesús vuelve a nacer, no ya en Belén, sino dentro de tu propio corazón, y empezar a vivir de acuerdo con su mensaje, igual que le sucedió al señor Scrooge cuando fue visitado por el espíritu, o los espíritus de la Navidad. 

El espíritu de la Navidad es, también, seguir creyendo en los Reyes Magos, sin importar la edad que uno tenga. Porque los Reyes Magos, más allá de los juguetes que nos trajeron cuando aún éramos niños, más allá de las colonias que se anuncian en televisión o de las corbatas, ese regalo tan socorrido que no suele gustar al que lo recibe, más allá, incluso, que el oro, el incienso o la mirra, no deja de ser un símbolo: un símbolo del amor incondicional de los padres hacia los hijos, según una parte de la psicología, pero también del amor que, según el cristianismo, debemos tener por todos los seres humanos. Si falta ese amor, siempre nos faltará el espíritu de la Navidad.

Termino la columna tal y como la empecé: con un poco de polémica. En un país como España, donde se crea una polémica nueva a partir de cualquier cosa, no resulta extraño que ahora, cuando algunos de los principales problemas y temas de preocupación es la ecología y el aumento del precio de la luz, el foco de la polémica esté puesto precisamente en si es conveniente o no encender con tanto tiempo de antelación las luces de Navidad. Probablemente, en años sucesivos la polémica esté centrada en otros asuntos más banales, como si el hecho de que fueran tres Reyes Magos los que llegaron a Belén para ofrecer al Dios nacido sus dones terrenales, está en connivencia, o no lo está, con las nuevas leyes sobre la igualdad de trato de las mujeres y de la lucha contra la desigualdad, si no sería más acorde con la ley, que hubiera sólo dos reyes y una reina, o mejor, dos reinas y un rey -todavía mejor que ello, que sean las tres reinas, dejando para el hombre únicamente el papel de los pajes, y así poder compensar tantos años de patriarcado machista-. O si la vaca y la mula del portal están en consonancia, o no lo están, con la nueva ley sobre el bienestar de los animales domésticos, si su papel tradicional como fuente de energía para calentar al Niño Dios, no es sino otra forma de explotación animal. Y si no, al tiempo.
 

 

Quienes somos:

  • Dirección y coordinación Alicia García Alhambra
  • Redes Sociales y Contenido Audiovisual: José Manuel Salas
  • Colaboradores: Pepe Monreal, Jesús Neira, Enrique Escandón, Martín Muelas, Cayetano Solana, Manuel Amores, Antonio Gómez, Julián Recuenco, Ana Martínez, Carmen María Dimas, Amparo Ruiz Luján, Alejandro Pernías Ábalos, Javier López Salmerón, Cristina Guijarro, Ángel Huélamo, Javier Rupérez Rubio, María Jesús Cañamares, Juan Carlos Álvarez, Grisele Parera, José María Rodríguez, Miguel Antonio Olivares, Vicente Pérez Hontecillas, Javier Cuesta Nuin, Vicente Caja, Jesús Fuero, José María Rodríguez, Catalina Poveda, José Julián Villalbilla, Mario Cava.
  • Consejo editorial: Francisco Javier Pulido, Carlota Méndez, José Manuel Salas, Daniel Pérez Osma, Paloma García, Justo Carrasco, Francisco Javier Doménech, José Luis Muñoz, José Fernando Peñalver.

Síguenos: