La Opinión de Cuenca

Magazine semanal de análisis y opinión

El Palafox


Aquella mañana recibí una llamada telefónica. La primera voz que se escuché al otro lado del teléfono me dijo que me pasaba con el alcalde de mi ciudad. Aunque no me sorprendió, ya que de vez en cuando hablábamos directamente y no a través de algunos de sus mediocres colaboradores que no hacían sino casi siempre distorsionar el canal de comunicación que entre los dos teníamos abierto, sí que me quedé expectante por unos segundos; no había nada que en esos momentos llevásemos ambos entre manos y de lo que tuviésemos que hablar, al menos desde mi punto de vista. 

Tras un afectuoso y cariñoso saludo —lo recuerdo como una persona educadísima, correcta y a mi parecer muy competente; de hecho alguna vez le comenté en privado que si la mitad de los que le metían en las listas electorales hubiesen sido de su perfil o estilo, habría contado con mi voto seguro pero que siendo él una rara avis, prefería no apoyar a los que desde siempre se habían dedicado a fundir lo que otros habían conseguido antes—, se fue directo al grano.

Días atrás la JONDE, esa mítica y para muchos desconocida Joven Orquesta Nacional de España, había anunciado que, a pesar de lo cacareado durante años, nunca se instalaría en mi ciudad. Quedaba así oficialmente vacío, sin uso ni abuso, el edificio que años atrás se había reformado para tal destino, fruto de las elucubraciones y paranoias de una mente iluminada que había hecho estragos entre las peor amuebladas de los despachos oficiales de mi tierra. Mil millones de pesetas —eso ahora nos suena a calderilla, pero en aquel momento ni lo era ni lo parecía— se habían tirado poco menos que al retrete.

El alcalde se quedó sorprendido cuando, tras pedir mi opinión sobre el uso alternativo que podría dársele al mítico e inutilizado edificio en el que se había previsto que se instalase la JONDE, el edificio Palafox, le dije que a pesar de llevar yo años dirigiendo los destinos de un centro de referencia en la ciudad, como era el conservatorio, nadie me lo había enseñado jamás ni tampoco habían franqueado las barreras para que yo pudiese verlo. ¡Incomprensible!, afirmó… y más cosillas que por no poder demostrarlas documentalmente prefiero callarlas. 

Tres días después y por mediación suya —su reconocimiento y valía eran indiscutibles y casi también reconocidos de manera unánime en su partido—, yo ya había visto el edificio y había recorrido, metro a metro, sus siete alturas. Diseñado para servir de excepcional sala de ensayos, a lo grande, de una agrupación musical, estaba estructurado, salvo pocas excepciones, en infinidad de cuchitriles previstos para, fundamentalmente, el estudio individual de los músicos, contando además cono una sala de orquesta en la que estaban instaladas poco más de dos docenas de butacas. Lo demás era anecdótico. Cafetería, servicios, despachos poco operativos, ascensores, una supuesta biblioteca, etc. obviamente complementaban la estructura, pero sin mayor relevancia.

En la siguiente conversación telefónica mantenida con él me preguntó sobre cuál era mi opinión en relación a las posibles utilidades que se podían dar al mismo ya que la JONDE, a partir de ese momento y en el mejor de los casos, lo utilizaría tan solo 2 o 3 veces al año en estancias puntuales de 8 o 10 días como máximo. ¡Y eso que era por aquel entonces —desconozco si tal reconocimiento ha sido alguna vez oficialmente desestimado— la orquesta residente o titular del Teatro-Auditorio de la ciudad!, aunque fuesen pocos los que lo supiesen ya por entonces. ¡Ahí es na’!

Ante su preocupación, lógica por otra parte aunque él no hubiese estado metido directa y previamente en el asunto, relativa al empleo que se le podría dar, fui claro. Dada la gran cantidad de habitaciones pequeñas que tenía, solo veía dos posibilidades: meter allí a la banda de música para que ensayase —no era la JONDE, pero era lo que a su alcance más se le parecía— o montar un puticlub. No veía más opciones. De haber sido hoy, no habría dicho lo de la casa de citas, a pesar de ser obviamente una salida de tono emitida en tono de broma, pues habría caído sobre mí todo el peso del puritanismo y de la hipocresía más asentadas en la sociedad.

Meses después, unidas las fuerzas vivas y las divagaciones más tristes y penosas de las administraciones local, provincial, autonómica e incluso universitaria, aunque me da la sensación de que esta la metieron las demás de soslayo para darle a la cosa aparente nivelazo, parió la burra o se dio el parto de los montes, como cada cual elija. Así, se empezó a hablar del futuro Centro de Estudios Musicales Palafox, institución que se crearía al efecto a fin de albergar la mayor oferta académica musical que nadie podría imaginar, ya no solo en mi tierra, sino incluso en España o Europa.

Habíamos pasado de soñar con Málaga —instalación de la JONDE en la ciudad— a hacerlo con Malagón. Y cada vez que los políticos me sacaban cada uno de los dos asuntos, y puedo asegurar que fue una buena cantidad de veces, yo siempre les decía que era como si se les hubiese ocurrido meter, en el pequeño y poco equipado aeródromo cercano a la ciudad, un aeropuerto del tamaño del de Barajas… ¡o incluso más grande! Ya puestos.

El proyecto contemplaba meter allí una escuela municipal de música y danza que se crearía a tal efecto, así como el conservatorio de música ya existente, la carrera universitaria de Historia y Ciencias de la Música, al margen de articular un sistema de masters y doctorado que también se impartirían allí. Incluso, no descartaban que en el propio edificio se instalase, a la vuelta de poco tiempo, el Conservatorio Superior de Música de Castilla-La Mancha. ¡Una carta a los Reyes Magos pero enviada por y para gente que ya peinaba canas o cubría calvas! 

Y yo alucinando con la cantidad de portadas de periódicos, ruedas de prensa, caras de alucine de muchos de mis conciudadanos creyéndose que aquello sería, como les decían, el no va más.

Poco después se llevaron a cabo unas obras de remodelación del edificio en las que codo con codo nos tocó lidiar con el asunto a un arquitecto de la UCLM —creo que fue la única y real aportación que llegó a hacer la universidad a esta fantasía— y a mí, intentando hacer que aquel edificio fuese algo más funcional para albergar el sueño —imposible— tenido posiblemente en una tórrida noche veraniega en la que las neuronas muy allá no debían andar.

Sí, la escuela se creó… sin danza, por supuesto, ocupando poco después el edificio para más tarde abandonarlo definitivamente. El conservatorio se trasladó allí después. La UCLM, acabado el trabajo del magnífico arquitecto encargado al efecto, ni apareció por allí ni ya nunca se le esperó. El conservatorio superior se creó años después, pero en otra ciudad… En fin…

Además, dada mi costumbre de llamar a las cosas por su nombre, mis relaciones con algunos jefecillos de la cosa —léase cosa como partido en aquel momento en el poder… bueno, y también después—, que nunca habían llegado a ser especialmente especiales, cayeron definitivamente en desgracia… y el paso del tiempo me llegó a corroborar que ello fue afortunadamente.

A mi juicio lo peor fue que con este delirio de grandeza también quedo aparcado para siempre el proyecto de un magnífico y moderno edificio que estaba previsto que se construyese ex profeso para el conservatorio profesional, a fin de ubicarlo en la zona universitaria. De hecho, un concurso convocado a tal efecto hizo que varios arquitectos a nivel internacional concurriesen varios de ellos con fantásticas ideas… acabando todos en la basura de los sueños convertidos en elucubraciones. 

Pero, eso sí, unos cuantos se quedaron contentos ya que al menos vieron que sus limitaciones —no aludo a emocionales, intelectuales… ni nada parecido— eran a partir de ese momento menores que las vividas hasta entonces. ¡Ande yo contento…!

¿Y qué quedó, pasados los años, del soñado Centro de Estudios Musicales Palafox? Nada, absolutamente nada. Bueno, perdón. Sí… quedó el cartelito en el que reza el rimbombante nombre del nonato Centro, hecho con letras de hierro, y que se instaló en la fachada del edificio. Ahí lleva casi dos décadas como único recuerdo de lo que, en buena lógica y puestos los pies en el suelo —perdón, sé que eso no es siempre fácil… pero hay que aspirar siempre a lo máximo posible—, nunca podría haber llegado a ser y que, por supuesto, jamás llegó a ser realidad.

A título particular he de decir que quedó el grato trabajo que por entonces llevamos a cabo el arquitecto en cuestión y yo mismo y que, veinte años después, posibilitó que el conservatorio profesional pasase a ocupar un edificio mejor que el que lo albergó antes durante más de dos décadas. Pero no nos olvidemos: ese no era el objetivo principal entonces… ¡O al menos solamente! Para ello había un proyecto infinitamente mejor y más apropiado. ¡A falta de pan…!

Cuando, pasados los años, coincidimos los integrantes de aquel tándem, constatamos que siguen vivas nuestras dudas de entonces. Los dos, riéndonos mientras recordamos, impotentes, cómo incluso llegamos a trabajar, helados de frío, en días festivos especialmente señalados de una Semana Santa, mientras todo el mundo estaba de vacaciones o procesionando, gestos de expectación, por igual, iluminan nuestras caras al seguir interrogándonos sobre qué fuste tuvo aquella movida. 

Mi tierra es única… ¡dicen!

 

 

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