Ahora, cuando estamos a punto de celebrar, un año más, el aniversario de la aprobación de la Constitución española de 1978, creo conveniente reflexionar en la situación política en la que se encuentra nuestro país, precisamente en estos momentos, cuando, desde algunos sectores de la izquierda, se tiende a criticar el régimen de la Transición; una transición que, sin embargo, fue en su momento alabada y copiada por algunos de los países que después siguieron ese mismo camino que España había seguido antes, desde una dictadura que para entonces se encontraba ya muy lejos de su época más represora, hacia una democracia cada vez más asentada entre la sociedad. Y es que si, desde los últimos años de la década de los años setenta del siglo pasado hasta finales incluso de la centuria, nuestra joven democracia tuvo que hacer frente a numerosos peligros, procedentes sobre todo del finiquitado régimen franquista, desde hace algunos años esa misma democracia se está viendo atacada por otro tipo de peligros, provenientes, esta vez, de otros sectores de la sociedad.
A menudo, cuando pensamos en las primeras democracias de la historia moderna, dejando atrás aquella supuestamente imperfecta democracia de las polis griegas-imperfecta, desde luego, en base a los estándares más modernos, aunque, ya lo he dicho muchas veces, nunca podemos juzgar a los hombres y a las instituciones históricas desde el punto de vista de la moralidad y la justicia actuales-, tendemos a acordarnos de la Revolución Francesa y de la Declaración de los Derechos Civiles de los Estados Unidos. Ambos procesos, sin embargo, puestos a juzgarlos con la misma severidad con la que alguna vez juzgamos otros procesos históricos, son tan imperfectos como la democracia griega o como nuestro régimen de 1978, porque las dos quedaron manchadas por la sangre de muchos miles de personas. Ese hermoso lema que desde 1789 define a la sociedad moderna, y que fue consignada en la constitución francesa de 1958 -Libertad, Igualdad, Fraternidad-, nació de una de las revoluciones más sangrientas de la historia, que pasó por diferentes fases en las que el terror inundó el país, incluso entre los propios revolucionarios. Y por lo que se refiere a la declaración de los derechos civiles que fue redactada por los padres de la patria americana, Thomas Jefferson y James Madison, en 1791, fue también el resultado de una guerra, por más que, en justicia, pudiera tratarse de una guerra justa, entre un país colonizador, Inglaterra, y su joven colonia. No obstante, tampoco deberíamos olvidar que, pese a esa declaración de intenciones que fue tanto la Carta de Derechos de 1791 como la propia constitución americana, aprobada cuatro años antes, la democracia norteamericana, como todas, tuvo que enfrentarse durante mucho tiempo -todavía lo hace- a sus propias contradicciones en lo que se refiere a la igualdad y al respeto de los derechos humanos.
Sin embargo, ni la Francia de la Asamblea Nacional, que aprobó la primera constitución francesa en 1791, ni la constitución que cuatro caños antes habían aprobado en Virginia los representantes de las trece colonias -los trece primeros estados norteamericanos-, fueron los primeros regímenes parlamentarios de la historia. Tampoco lo fue el Parlamento inglés, que se había establecido ya en 1215, y que a mediados del siglo XVII había conseguido, en el curso de la revolución inglesa de 1642, sentar en un tribunal al propio monarca del país, Carlos I, quien sería decapitado en enero de 1649. Y es que el primer régimen parlamentario de la historia, en el que estuvieron presentes incluso los representantes del pueblo llano, con todas sus imperfecciones, había surgido ya en España, de forma paralela en los reinos de Castilla y León, que todavía estaban separados, en 1188. En efecto, fue el rey Alfonso VIII quien convocó a Cortes, que debían celebrarse en Carrión de los Condes (Palencia), a los representantes de cuarenta y ocho villas y ciudades, y sólo unos meses más tarde, Alfonso IX de León hacía lo propio, convocando explícitamente al pueblo llano a que mandara sus representantes, mediante el nombramiento de homes bonos a las Cortes que debían celebrarse en la capital leonesa ese mismo año.
No debemos minusvalorar la importancia histórica de estas Cortes, que en los años siguientes se fueron extendiendo al resto de los reinos peninsulares. Durante toda la Edad Media, los reyes no eran reyes si no mediaba primero la jura de estos ante las Cortes respectivas. Conocemos la fórmula con la que las Cortes de Aragón debían dirigirse al monarca respectivo, justo antes de que éste jurara como tal ante los representantes de las ciudades: “Nos, que somos y valemos tanto como vos, pero juntos más que vos, os hacemos Principal, Rey y Señor entre los iguales, con tal que guardéis nuestros fueros y libertades; y si no, no”. Una frase muy parecida a la que era utilizada muchas veces en Castilla, que podía ser usada por cualquier persona libre cuando se dirigía a un noble, incluso al propio rey: “Nos, que no somos más que vos, pero menos tampoco.” Cuando fue proclamado Carlos I como nuevo rey de España, a la muerte de su abuelo, Fernando “el católico”, lo primero que tuvo que hacer para ser considero como tal a todos los efectos, fue jurar ante las diferentes Cortes que formaban los diversos reinos de la monarquía hispánica, y pocos años más tarde se desató el conflicto de las Comunidades. La derrota de los comuneros en Villalar, en abril de 1521, supuso una pérdida de poder para las ciudades castellanas, es cierto, pero también supuso que el monarca comprendiera hasta qué punto debía modificar su forma de gobierno si quería ser respetado en Castilla como su señor natural.
El establecimiento de la monarquía absoluta que caracteriza a todos los reinos europeos durante el Antiguo Régimen, dejó de lado esos anhelos “democráticos” propios de la Edad Media. La proclamación de la Guerra de la Independencia y la huida del monarca, facilitó a principios del siglo XIX la convocatoria de las Primeras Cortes modernas en nuestro país, y como consecuencia de ello, la proclamación de nuestra primera Constitución la “Pepa”, tal y como fue llamada por el día en el que se produjo dicha proclamación. De escaso recorrido por la felonía del monarca, Fernando VII, volvió a ser puesta en valor durante el Trienio Constitucional, aunque tampoco ahora podría mantenerse en vigor durante demasiado tiempo: las presiones llevadas a cabo desde los sectores más involucionistas de la sociedad, y las rivalidades surgidas entre los propios liberales, que se habían dividido entre doceañistas y veintenitas, moderados y progresistas, llevó al poder otra vez a los absolutistas en 1823. No es una casualidad que una de las sociedades secretas más importantes que surgieron en estos momentos fuera la de los comuneros, que bajo unos presupuestos reivindicativos de aquellos bravos castellanos que osaron enfrentarse abiertamente al monarca en defensa de sus libertades, fueron estableciéndose en diferentes ciudades españolas, con el fin de que el liberalismo pudiera asentarse definitivamente en el sistema político español. También en Cuenca, incluso en los sectores más conservadores, como la propia Iglesia. Cuando las tropas absolutistas de Jorge Bessieres tomaron Cuenca, en 1823, hallaron en la propia catedral conquense, en unas dependencias de la capilla de Caballeros, los papeles y los sellos propios de esta sociedad, de forma que pudieron desarrollar toda su labor represiva contra todos aquellos que en los años anteriores habían participado en sus reuniones, entre ellos algunos miembros del propio cabildo diocesano.
Tampoco es una casualidad el hecho de que sea el 23 de abril el día de Castilla y León, en memoria de la derrota sufrida por los comuneros en Villalar -llamado precisamente Villalar de los Comuneros a partir de 1932-. A este respecto, quiero recoger las palabras de Enrique Berzal, historiador y profesor en la Universidad de Valladolid, que fueron publicadas en el periódico El Norte de Castilla hace ya algunos años: “Los ideales políticos derrotados en la campa aquel 23 de abril de 1521 fueron recuperados y actualizados por los regionalistas castellanos y leoneses de los años 70: El rechazo de la idea imperial por considerarla contraria y lesiva al bien común; el activo papel conferido a la nación -entendida muchas veces como «pueblo»- en el gobierno del país, hasta el extremo de proponer su participación directa en los asuntos políticos del reino; la reivindicación de unas Cortes más representativas y capaces de limitar, de manera eficaz, el poder real; y, desde luego, la puesta en marcha de un sistema de poder municipal organizado en la base como una democracia directa, dispuesta a restringir, en suma, el poder abusivo que en este terreno venían ostentado los grupos privilegiados.”
Creo que fue José Manuel García Margallo, exministro de Asuntos Exteriores y de Cooperación, y actualmente diputado al Parlamento europeo, quien dijo hace algunas semanas en televisión que siempre que en España se ha querido avanzar demasiado deprisa en lo que se refiere a un supuesto progreso democrático, el resultado suele ser un baño de sangre que, al final, termina por convertirse en un nuevo retroceso, y sólo hay que echar una rápida mirada a nuestra historia decimonónica para darnos cuenta de que tiene razón. Lo mismo sucedió ya en la Segunda República, que se inició ya con unos postulados muy poco democráticos -al menos, en los estándares modernos-, y que al poco tiempo obligó a uno de los intelectuales republicanos más destacados, José Ortega y Gasset, a alejarse de ésta, pasando de su primigenia proclama - "¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! Delenda est Monarchia-, con la que finalizaba un conocido artículo que había publicado en el periódico El Sol ya el 15 de noviembre de 1930, meses antes de la propia proclamación de la república, a la reflexión que, apenas un año más tarde, en pleno debate constitucional, hacía pública en otro periódico, El Crisol: “Una cantidad inmensa de españoles que colaboraron con el advenimiento de la República con su acción, con su voto o con lo que es más eficaz que todo esto, con su esperanza, se dicen ahora entre desasosegados y descontentos: ¡No es esto, no es esto! La República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, al tiempo.”
Por todo ello, no podemos olvidar la importancia que tiene para la historia de España el régimen de la Transición, y no ya sólo porque, de haberse hecho las cosas de otra forma, siguiendo unos postulados más extremos, tal y como ahora se pretende desde algunos sectores de la sociedad que debería haberse hecho, el resultado, presumiblemente, hubiera sido muy distinto. Así se reconoció en su momento dentro de España, y así ha sido reconocido fuera de nuestro país, tanto por los países que poseen unos estándares democráticos más avanzados que nosotros, como por aquellos que, dictaduras primero, tal y como nosotros también lo habíamos sido, fueron convirtiéndose desde entonces en democracias incipientes. Para ello, era necesario que todos los agentes del prisma político hubieran aprendido la lección que la Historia había puesto delante de sus ojos. El resultado está ahí: la democracia española fue consolidándose a través de los años, a pesar de todas sus dificultades, y la llegada al poder del Partido Socialista en 1982, demostró que la Constitución que se había aprobado sólo cuatro años antes, por fin, era la Constitución de todos los españoles; una Constitución que es ya la más longeva de cuantas han sido aprobadas en España a través de la historia, y que si bien puede y debe ser mejorada, en base a los nuevos supuestos que provocan los avances sociales en los estados modernos, debe hacerse siempre por las vías que están recogidas en el propio texto constitucional, nunca por otras vías diferentes a ella.