Es costumbre en el estío que los ganados, cuando el Sol aprieta y el monótono son de las chicharras se adueña del ambiente, busquen el frescor de las frondas, que por aquí llamamos sesteros, para descansar plácidamente hasta que la suave brisa de la tarde las invite de nuevo a salir al prado a pastar la fresca hierba.
Mancornado, al pie de un rodeno y cerca de una cantarina fuente, un pastor llamado Romero, alto, barbicano, enjuto de carnes y mozo viejo, como casi todos los de por aquí, rumiaba una pena. Al pronto, el Colorao, un pastor recio, que tenía una cara redonda como un pan, barrigudo y muy primario en su comportamiento, aunque a veces soltaba verdades como puños y el Filósofo, al cual llamaban así porque llevaba gafas que le daban aspecto de intelectual, o así se lo parecía a los demás, pensaron que tal vez se habría enamorado, como lo suelen hacer los pastores, para luego andar penando por la pasión que los domina por prados y frondas. A sus ruegos no soltaba prenda, lo que les hizo pensar que tenía la lengua atada por los lazos de la pasión. Por la natural timidez de los enamorados, que la suele atar la lengua con la férrea fuerza de un candado.
Cuando por fin habló, dijo que llevaba muchas noches sin dormir, por varias preocupaciones él tenía. Cediendo a sus ruegos, contó que sus preocupaciones habían empezado un día que escuchó en el transistor que pronto habría que jubilar a los mastines y que no podrían andar con el ganado hasta los diez y seis meses. Y que él, por más vueltas que le daba, no acertaba a comprender el porqué de esta orden, ni en cómo iban a aprender a andar con el ganado si no se les permitía, como habían hecho siempre, desde la más tierna infancia, ni en la forma de jubilar a los perros. El Colorao, que era muy socarrón, dijo, supongo que en broma, que también habría que pagarles una pensión. El Filósofo, mejor informado, dijo, lo cual aún complicó más las cosas, que los perros pasarían a formar parte de la unidad familiar. Cómo si fueran hijos o parientes de cualquier otro tipo -preguntó Romero- quedando aún más confundido.
Pasado el tiempo, nuestro amigo pastor, pensó hacer una gestión en la Seguridad Social, para interesarse por el asunto de su jubilación. ¡No iban a ser sólo los mastines los jubilados! Mas le comunicaron que tendría que solicitar una cita por teléfono o, tal vez, por Internet. Los conocimientos informáticos de nuestro amigo son nulos y el teléfono lo maneja para lo más básico, lo cual no le impidió percatarse de que las llamadas le costaban más caras que si lo hiciera a uno de esos números eróticos que hace unos años surgieron como la espuma, pero esta vez era su propio gobierno, quien, después de una vida de duro trabajo sin fines de semana ni fiestas de guardar, le sacaba el dinero como si le violara la cuenta corriente y lo trajinara sexualmente, sin que, después de muchos días, fuera atendido.
El Filósofo, al enterarse pensó que caería en una depresión. Este gobierno parece ser que no permite las jubilaciones para que le cuadren las estadísticas -dijo-. Esta podría ser una posibilidad -sentenció-.
El Colorao, con un enfado monumental -sentenció- “estamos construyendo un país de tontos.”