La Opinión de Cuenca

Magazine semanal de análisis y opinión

Iglesia y sociedad en el estado moderno


Hace sólo unos pocos días, en un conocido periódico local de carácter digital, se publicó la siguiente noticia: “Cuenca en Marcha opina que los ediles no deberían ir a actos religiosos a título institucional, sino personal”; el partido de izquierdas se basaba, a la hora de hacer esta afirmación, en una supuesta violación de la situación aconfesional que la Constitución reconoce al Estado español. Y en un plano nacional, incluso internacional, y mucho más dramático para el conjunto de la sociedad, las noticias sobre abusos sexuales practicada sobre menores de edad en el seno de la Iglesia católica, no sólo en España, ha alcanzado ya cifras espeluznantes, según algunas fuentes de varios centenares de miles de personas. En este contexto, ¿cuál es el verdadero papel que debe jugar la Iglesia, cualquier Iglesia en general, pero principalmente, por lo que a nosotros nos respecta, la Iglesia católica, en un estado moderno y democrático como es España? Estas líneas, encaminadas a encontrar una respuesta adecuada a esta pregunta, no quieren ser una apuesta dogmática a este asunto, ciertamente polémico sobre todo en estos últimos años, del que, por supuesto, no me considero capacitado de hacer. Es, sólo, una reflexión personal, únicamente válida como tal opinión particular.

Quiero empezar, por su especial gravedad, por el asunto de los abusos sexuales. No se puede negar que se trata éste de un verdadero drama para las víctimas, y también para el conjunto de la sociedad, que ha venido afectando al conjunto de la Iglesia, no sólo la católica, desde hace ya demasiado tiempo, sin que se hayan tomado, desde luego, las medidas suficientes para paliarlo. Es un asunto que afecta a varios miles de sacerdotes y de católicos, llegando incluso, en algunas diócesis, a corromper a la propia curia eclesiástica, y la impresión general, por lo que se conoce del tema, es que esto es sólo la punta del iceberg. Sin embargo, y ante todo, resulta necesario tener una visión más completa del problema, sobre todo si lo que deseamos es poder erradicarlo definitivamente, y en este sentido, deberíamos tener en cuenta algo que, usualmente, tendemos a olvidar: en una sociedad democrática como la española, o que quiere ser democrática, el principio de la presunción de inocencia, “in dubio pro reo”, que marca cualquier jurisprudencia moderna, debe siempre permanecer en toda acusación, de manera que sólo las causas verdaderamente probadas sean tenidas en cuenta a la hora de castigar a los culpables, porque sólo de esta forma, castigando verdaderamente a los culpables, la sociedad podrá caminar hacia una verdadera solución al problema. 

Otro asunto a tener en cuenta es el hecho incuestionable de que son las personas, no las instituciones en sí mismas, quienes cometen los delitos y los crímenes, bien sea por acción, por colaboración necesaria o innecesaria, o por simple ocultación de dicho delito. Y son sobre esas personas, y no sobre las instituciones en las que éstas se enmarcan, sobre las que debe caer todo el peso de la justicia. A este respecto, hace precisamente muy pocos días, los dos partidos de gobierno vetaron en el Congreso  que la comisión de investigación de los delitos de abuso cometidos por la Iglesia en los últimos años, pudiera extenderse a todos ellos, independientemente de cuál fuera la institución que los hubiera cometido. ¿No se trata, entonces, de una actitud deliberadamente discriminatoria respecto de una institución como la Iglesia, de la cual, por otra parte, la izquierda marxista ha sido, históricamente, una enemiga ideológica?

No estoy diciendo aquí, en absoluto, que los crímenes y los delitos de la Iglesia no deben ser investigados, sino que deben serlo en la misma medida que el resto de los delitos sexuales, independientemente de quién los haya cometido. En todo caso, éste es un problema que realmente afecta al conjunto de la sociedad, y no sólo a la Iglesia como institución. Un reciente informe de la ONG Save the Children, a la que no se le puede acusar, precisamente, de colaborador de la Iglesia, asegura que son ochocientos mil los menores que han sido víctimas, en algún momento, de algún tipo de abuso sexual en España, e incluso que el número puede llegar a ascender todavía más, según la opinión personal de su director, Andrés Conde. Y el problema se agrava incluso más, si tenemos en cuenta el hecho de que el perfil más usual de estos abusadores, muchas veces, es el de una persona completamente integrada en el módulo familiar de la víctima: “Un familiar, o una persona que conoce al niño o a la niña, persona que convive con los menores en el entorno familiar”, en palabras del propio Conde. ¿Habría entonces que criminalizar a la familia española en general, en la misma medida en la que, muchas veces, se criminaliza a la Iglesia en su conjunto?

Dejando ya este asunto dramático, y dirigiendo ahora una mirada retrospectiva e histórica a la Iglesia en su conjunto, y por ende a la Iglesia católica en particular, justo es afirmar que ésta cambió radicalmente en torno al año 313, cuando, por el Edicto de Milán, firmado por el emperador Constantino, se establecía la total libertad de culto en todo el imperio romano, también entre los cristianos. En este momento, los cristianos dejaban de ser perseguidos, y terminaron por convertirse en perder seguidores algunos años más tarde, en el año 380, cuando el emperador Teodosio, de origen hispano, firmaba a su vez el Edicto de Tesalónica, que convertía al cristianismo en la única religión oficial del estado. A partir de este momento, la Iglesia pasó a convertirse en un brazo político, colaborador necesario del propio poder civil del Estado, incluidos también todos esos estados absolutistas, que caracterizaron a las viejas monarquías del Antiguo Régimen; e incluidas, también, todas las dictaduras de derecha, que proliferaron, en Europa y en América, a lo largo de todo el siglo XX. De aquel poder absoluto nacieron instituciones radicales como la Inquisición, no sólo la española, que también hubo una Inquisición papal desde mucho tiempo antes, más cruenta incluso que la española, y también otros tribunales similares en el resto de los países europeos, por más que esos tribunales hayan sido olvidados por la misma “leyenda negra” que castiga todavía sólo al español. De aquel poder absoluto nacieron, también, las múltiples guerras de religión que asolaron a Europa, y también otras regiones del mundo, en aquellos siglos de la Edad Moderna.

Como un contrapoder enfrentado a ese poder absoluto de la Iglesia nacieron, a partir del siglo XIX, los primeros movimientos antieclesiásticos, que formaron parte del ideario liberal que protagonizó el paso del Antiguo Régimen al nuevo régimen liberal y pseudodemócrata del siglo XIX. Sin embargo, fue también aquel enfrentamiento directo entre ambas instituciones, lo que provocó una cierta inestabilidad en el conjunto de la sociedad.

Desde la Revolución Francesa hasta las diferentes revoluciones liberales que, a su imagen se desarrollaron en muchos países europeos, se produjeron abundantes ataques a la Iglesia -asesinatos de religiosos, quemas de iglesias, destrucción de un importante e irrecuperable patrimonio artístico y cultural, …-, que protagonizaron una especie de fuerza centrípeta, que de alguna manera convirtió a aquellos estados en estados fallidos. Otro tanto pasó, incluso, durante la Segunda República Española, a pesar de que eso es algo que tiende a olvidarse demasiado, en estos años de la Ley de la Memoria Democrática.

Y es que no puede haber nunca un diálogo verdadero entre la Iglesia y el resto de la sociedad, sin un reconocimiento previo de la realidad del otro. Un reconocimiento del otro que, por cierto, lo empezó a tener la Iglesia respecto del Estado en los tiempos del concilio Vaticano II, tal y como demuestra la declaración “Disputatis Humanae”, sobre libertad religiosa. Un colaborador de nuestro medio, Javier Rupérez, quien pocas veces ha sido reconocido el importante papel que jugó en la transición española hacia la democracia, como uno de los fundadores de la revista “Cuadernos para el Diálogo” y, sobre todo, como uno de los principales valedores de la democracia cristiana en España, publicó, ya en 1970, antes incluso de que la transición fuera una realidad, su libro “Estado confesional y libertad religiosa”, en el que se destaca el significado del concilio en cuanto a la relación que en un estado moderno tiene que tener la Iglesia con el poder civil, y en lo que al caso español se refiere, la ley sobre libertad religiosa que se había aprobado en 1966. 

Mucho tiempo después, el historiador norteamericano Francis Fukuyama, en su libro “El fin de la historia y el último hombre”, ya destacaba también el papel que la Iglesia española pudo jugar en la propia transición, gracias a esa renovación postconciliar que se había empezado a dar en la década anterior: “La transición española hacia la democracia, el año siguiente, fue acaso el ejemplo más claro del fracaso de la legitimidad autoritaria. El general Francisco Franco era, en muchos aspectos, el último exponente del conservadurismo europeo del siglo pasado, que se basaba en el trono y el altar, el mismo conservadurismo que salió derrotado de la Revolución francesa. Pero la conciencia católica estaba cambiando en España del modo más espectacular con respecto a la de los años treinta; la Iglesia en su conjunto se había liberalizado después del concilio Vaticano II, en los años sesenta, e importantes partes del catolicismo español asimilaron la democracia cristiana de Europa occidental. No sólo la Iglesia católica española descubrió que no había necesariamente conflicto entre cristianismo y democracia, sino que adoptó de manera creciente el papel de defensora de los derechos humanos y de crítica de la dictadura franquista.” En realidad, Fukuyama era un historiador, no un adivino, y aunque yerra al profetizar qué iba a pasar a partir de la caída del muro de Berlín y el Pacto de Varsovia, sus afirmaciones respecto a lo que ya ha pasado son bastante acertadas.

Desde luego, y a pesar de las múltiples controversias que el asunto, es obvio que la Iglesia católica, en España también, ha dado en los últimos años algunos pasos para conseguir un verdadero diálogo entre la institución y el conjunto de la sociedad, aunque también es obvio que todavía se le pueden pedir más cosas. En este sentido, hay que reconocer los esfuerzos realizados primero por el propio concilio Vaticano II, y después por el papa Juan Pablo II, para conseguir un cierto acercamiento entre religión y ciencia, términos estos que, durante mucho tiempo, siguieron en la historia caminos separados. En los últimos años, por otra parte, se aprecia un creciente diálogo entre la Iglesia de Roma y el resto de las religiones, en comunión con lo que Hans Kung ya promoviera en algunos de sus libros, y a pesar de que el teólogo suizo había sido inhabilitado para la docencia en centros de enseñanza católicos en 1979 por sus críticas a la infalibilidad papal y a su postura personal en otros aspectos, como el aborto o la anticoncepción; la declaración “Nostra Aetate”, aprobada por el Vaticano II en octubre de 1965, ya incidía en este sentido, y especialmente en lo que al judaísmo se refiere, refutaba la acusación de deicidio, que desde antiguo había mantenido el cristianismo contra los judíos, y que se había convertido en la base fundamental de todo el antijudaísmo cristiano.

Así mismo, es de especial importancia el compromiso de la Iglesia con la sociedad actual, en aspectos como la educación, la sanidad o, principalmente, los servicios sociales. Por una parte, ninguna sociedad actual puede limitar a los padres el derecho a dar a sus hijos la educación que ellos consideren mejor, dentro de los lógicos límites que marca la ley natural; en este sentido, deben convivir en armonía los centros educativos estatales con los concertados y los privados -curiosamente, muchas veces son los propios políticos que se oponen a este tipo de centros los que acuden a ellos cuando los necesitan-. Por otra parte, y en lo que respecta a la erradicación, o a la simple lucha contra la pobreza, la Iglesia, con sus ONGs y sus asociaciones propias, llegan allí donde no llega el Estado. El balance de Cáritas correspondiente al año 2020, primer año de la pandemia, estima que en ese año fueron repartidos por las setenta Cáritas diocesanas españolas, más de sesenta y cinco millones de euros, procedentes de unos setenta mil donantes, entre particulares y empresas, liberando al Estado de un enorme presupuesto, que puede así ser utilizado en otros asuntos importantes. Y no sólo desde Cáritas: dentro de la Iglesia, o directamente relacionadas con la Iglesia, muchas otras ONG’s, formadas casi siempre por voluntarios que entregan su tiempo en beneficio de los demás -Vívere, Cité Soleil, …, por citar sólo a algunas asociaciones conquenses-, contribuyen a mejorar la vida de muchos miles de personas, tanto en las propias diócesis en donde radican como, también, en los países del tercer mundo.

Por supuesto, y como ya he dicho, de la Iglesia se espera una modernización mucho más comprometida en otros aspectos, a pesar de los avances que en este sentido se han dado en los últimos años, durante el pontificado del papa Francisco. En este sentido, dos aspectos a solucionar son el reconocimiento del sacerdocio entre las mujeres, y la aprobación de un celibato puramente electivo, no obligatorio, entre los consagrados. Ambos aspectos parecen todavía irrenunciables en este momento, pero otros asuntos también lo parecían antes del concilio, y ahora están ya plenamente reconocidos por la Iglesia. En una sociedad moderna no se puede impedir a las mujeres el acceso pleno, con los mismos derechos que los hombres, a determinadas tareas y trabajos, como tampoco se puede obligar a las personas a mantener ciertas actitudes sexuales que forman parte de una decisión que sólo debería ser personal. Además, ambos aspectos, cuya situación actual se basa sólo en la secular opinión que de las mujeres han tenido las élites cristianas desde la Edad Media, estaban plenamente reconocidas en la Iglesia primitiva de Cristo. Son múltiples los restos artísticos, epigráficos y documentales, que demuestran que, hasta el siglo V, e incluso mucho tiempo más tarde, era costumbre aceptada en la religión cristiana la ordenación de algunas mujeres, más allá de la leyenda de la “papisa Juana”, que en realidad nunca existió. Por otra parte, no fue hasta el primer concilio de Letrán, en 1129, cuando el papa Calixto II decretó la prohibición del matrimonio entre los sacerdotes, diáconos, subdiáconos y monjes.

Termino con una reflexión respecto a la opinión de determinados políticos, en el sentido de la afirmación realizada por Cuenca en Marcha: la asistencia de los responsables municipales a algunas fiestas de carácter religioso no ataca, de ningún modo, a la concepción de España como de un estado no confesional, que marca la Constitución, siempre y cuando los munícipes que acudan a esos actos lo hagan de forma voluntaria, no obligada, como es el caso en la actualidad. Es sólo una costumbre, una tradición, impuesta a través del tiempo en una sociedad que siempre, también en los tiempos actuales, ha sido mayoritariamente católica. Desde este punto de vista, a mi modo de ver, y haciendo especial hincapié en lo ya expresado respecto al necesario diálogo que debe haber entre Iglesia y sociedad, y al mutuo reconocimiento entre ambas instituciones, no debe ser criticada esa especie de identificación que, a través de sus representantes, tienen las ciudades con aquellos a los que desde antiguo han considerado como sus patronos -San Julián en el caso de Cuenca, sin olvidar tampoco la importante relación que la ciudad mantiene con la celebración de San Mateo, no sólo en el plano festivo-, o el mantenimiento de ciertas tradiciones institucionales relacionadas con antiguos votos, por un motivo u otro, comprometidos por el propio Ayuntamiento para celebrar a Santa Ana, San Roque, o la Virgen de las Nieves o la Virgen de la Candelaria. 

 

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