La Opinión de Cuenca

Magazine semanal de análisis y opinión

Estatuafobia, esclavitud, leyenda negra y racismo


El pasado 20 de abril, un jurado popular de Minneapolis declaró culpable de homicidio a Derek Chauvin, un expolicía de cuarenta y cinco años de edad y de raza blanca, que ya había sido separado del servicio de forma preventiva, por la muerte de Georges Floyd, un afroamericano, en el transcurso de una detención en la que, según las pruebas y el jurado, el expolicía hizo abuso de la fuerza, lo que provocó un infarto fulminante en el detenido. Los doce miembros del jurado apenas tardaron veinticuatro horas de dictaminar su veredicto, lo cual da una idea de que las pruebas eran concluyentes,  teniendo en cuenta, además, que los hechos fueron grabados en video, un video que ya en su momento dio la vuelta al mundo en muy pocas horas. El juicio, que ha llegado en unos momentos de gran escalada de la tensión social debido a la repetición, en las últimas semanas, de otros hechos similares en diferentes estados del país norteamericano, ha venido a hacer justicia a unos hechos que se produjeron a finales del mes de mayo del año pasado, hechos que provocaron, por otra parte, una gran tensión en gran parte del mundo; unos hechos que fueron protagonizados en gran parte por el movimiento Black Lives Mather, un movimiento que había surgido ya en 2013 por unos sucesos similares acaecidos entonces en Miami Gardens, en el estado de Florida. Al contrario de lo que ha sucedido con Chauvin, quien por otra parte se enfrenta a una condena que puede llegar a los cuarenta años de prisión, según el código penal vigente en Estados Unidos, George Zimmerman, el provocador de aquellos otros sucesos de Florida, fue entonces declarado inocente del asesinato por arma de fuego del adolescente Trayvon Martin.

El homicidio de Floyd, es cierto, creó una ola de indignación no sólo en el país norteamericano, sino también por todo el mundo. Y no sólo de indignación, que de haberse quedado en eso no estaríamos hablando ahora de esto. También de violencia, una violencia inusitada, que no se recordaba desde la muerte, en los años sesenta del siglo pasado, de Martin Luther King. La muerte de Floyd fue, desde luego, un crimen, eso nadie puede ponerlo en duda, y como crimen ha sido tratado en los tribunales de Estados Unidos; pero ese crimen no debe justificar tampoco la ola de violencia que en las semanas siguientes inundó las calles de innumerables ciudades americanas y europeas, porque, al amparo de esa violencia que se quiere vestir de justicia antirracista, se cometieron también nuevas violencias contra miles de seres humanos que, sean blancos o negros, pobres o propietarios de los comercios asaltados, y también policías, desde luego, algunos de ellos negros, ern, al final, tan inocentes como éste. Crímenes también a fin de cuentas, aunque no terminaran en este caso con la muerte de las víctimas. No quiero hablar ahora, sin embargo, de esa violencia desatada contra otros seres humanos, sino de la violencia que también se dio, y todavía se sigue dando, contra los monumentos del pasado, de eso que podríamos llamar estatuofobia; no, desde luego, porque esta violencia sea más importante que la otra, sino porque está relacionada directamente con la historia, más que con la propia realidad social, hecho que a mí, como historiador, me interesa de manera especial.

Esta ola de violencia afectó a decenas de estatuas en todo el mundo. Empezaron en Estados Unidos y en algunas ciudades inglesas, donde se derribaron y se decapitaron las imágenes de algunos comerciantes ingleses, que se enriquecieron en parte con el comercio de esclavos. En Bristol (Reino Unido), centenares de personas arrojaron al río Avon la estatua de Edward Colston, un alto cargo de la Royal African Company a finales del siglo XVII, que envió a la esclavitud en Norteamérica y el Caribe a cientos de miles de personas de África occidental. El hecho de que el personaje en cuestión hubiera sido un famoso esclavista podría justificar, en cierto modo, la retirada de la estatua, aunque nunca la forma en la que se hizo esa retirada. Y de ningún modo, el hecho podría justificar los sucesos que se desencadenaron más tarde, muchas veces por medio de la acción popular de los activistas incontrolados, y en algunas ocasiones, incluso, alentados desde decisiones de gobierno de los propios municipios en los que dichas esculturas estaban enclavadas.

En Bournemouth, también en el Reino Unido, las autoridades de la ciudad tenían previsto retirar la escultura de Robert Baden-Powell, fundador del movimiento scout, para evitar que corriera la misma suerte que la de Colston, aunque decenas de personas evitaron que eso sucediera. En Londres se retiró también la estatua de Robert Milligan, cuya familia era propietaria de plantaciones de azúcar en la isla de Jamaica, que se encontraba en el distrito londinense de Docklands. Y por lo que respecta a la Universidad de Liverpool, ésta anunció que iba a rebautizar un edificio que actualmente lleva el nombre del ex primer ministro William Gladstone, debido a sus vínculos con la trata de esclavos. En la Universidad de Oxford existe un movimiento social que tiene por objeto bajar de su pedestal la estatua dedicada en plena High Street a Cecil Rhodes, quien hizo parte de su fortuna con las minas de diamantes sudafricanas, pero que también fue uno de los benefactores del Oriel College de la universidad. Nadie, o muy pocos, se libraron de esa estatuofobia. hasta el punto de que hasta la imagen de Churchill, primer ministro inglés y uno de los grandes adalides de la democracia inglesa en el siglo XX, ha tenido que ser custodiada por las autoridades londinenses para evitar que pudiera correr con la mismo suerte. Y en Portland, el 19 de junio, precisamente el día en el que en Estados Unidos se celebra el Linday, en el que se conmemora la proclamación de la Ley de Emancipación, por la que Abraham Lincoln abolió la esclavitud en el país norteamericano, los “antifascistas” de izquierdas arrancaron la estatua de George Washington, el primer presidente del país, y quemaron su cabeza.

En España, igual que en Estados Unidos, los ataques fueron dirigidos, sobre todo, a las estatuas de Colón y de otros personajes relacionados con el descubrimiento, la conquista y la cristianización de América. Sobre Colón se volcaron los vándalos en Richmond (Virginia) y en Miami (Florida), y también en Barcelona llegaron a temerse ataques contra la escultura del almirante genovés, verdadero símbolo de la ciudad portuaria, destrozando de esta forma una de las postales que mejor identifican a la ciudad catalana de cara a los turistas y, también, a los propios barceloneses. También los activistas norteamericanos vandalizaron la estatua del misionero mallorquín fray Junípero Serra que se hallaba en el Golden Gate Park, y ni siquiera en su tierra natal, Mallorca, se pudo librar éste de otros ataques de los vándalos estatuafobios. Cervantes tampoco ha salido bien librado, y algunas esculturas del genial escritor castellano amanecieron durante esos días con pintadas alusivas a no se sabe bien qué. Porque el inventor del mito del Quijote, que fue hecho prisionero por los turcos en Argel, no se le puede acusar de racista, sino más bien todo lo contrario.

Una de las premisas básicas de todo conocimiento histórico es que ningún hecho o personaje del pasado puede ni debe juzgarse con una perspectiva actual, porque eso sería caer en el anacronismo. Desde luego, estamos cayendo en un sinsentido, en el que todo se juzga de acuerdo con una falta de perspectiva histórica. Cuando la violencia se hace contra los restos materiales que simbolizan hechos o personajes del pasado, esa violencia está de alguna medida relacionada con la historia. Considero, sin embargo, que es desde el punto de vista de la historia desde el que deben ser juzgados los personajes de la historia, y no desde la moralidad actual de este siglo XXI. ¿Sería lógico acusar de esclavitud a Pericles o a los grandes impulsores de la vieja democracia ateniense, aun cuando sabemos que en Atenas también existía la esclavitud? ¿Sería lógico condenar a Marco Aurelio, a pesar de que sabemos que toda la economía del mundo romano se desarrolló en base a los esclavos y a los libertos, una clase social ésta última, por cierto cuyos miembros alcanzaron, en ocasiones, un gran poder en el imperio, a pesar de que estaba formada por antiguos esclavos manumitados?

¿Qué ocurriría si en España, por ejemplo, alguien decidiera derribar las estatuas de Augusto, o de algún otro de esos emperadores romanos que, entre los siglos I y IV principalmente, fueron dueños de gran parte del mundo conocido? ¿Qué sucedería si, entre todos, decidiéramos derribar el acueducto de Segovia o el teatro y el anfiteatro de Mérida? “Aquellos imperialistas romanos -dirían algunos- sometieron a los pobres iberos que entonces vivían en España, y les redujeron a la esclavitud, y por eso hay que acabar con todos los recuerdos que los romanos nos dejaron en España.” La primera parte del axioma es cierta, y sin embargo, aquellos imperialistas romanos fueron los que desarrollaron en toda Europa, en el norte de África, por todo el oriente medio, una cultura diferente, una cultura que terminó por convertirse en uno de los pilares básicos en los que se asienta la civilización moderna.

¿Sería lógico que ahora quisiéramos desmontar las pirámides de Giza, piedra sobre piedra, por el hecho de que éstas fueron construidas utilizando mano de obra esclava? La misma Segóbriga creció como ciudad gracias a la explotación de las abundantes minas de lapis specularis, el famoso espejuelo que, desde las llanuras conquenses, fue exportado por todo el imperio, para servir de cerramiento a ventanas y vanos de las mejores villas y palacios de los patricios romanos; y es sabido que en aquellos tiempos, y en casi todos, hasta etapas muy recientes de la historia, el trabajo en la mina siempre ha sido llevado a cabo por mano de obra esclava. Por otro lado, la sociedad de los aztecas, que tanto ha sido adulada y bendecida desde algunos estados de opinión localizados al otro lado del Océano Atlántico, entre algunos ambientes contrarios a la hispanización del continente americano, se caracterizó, también, por ese mismo imperialismo, y también por el uso de la esclavitud de otras tribus y otros pueblos. Y también, no debemos olvidarlo, por los sacrificios humanos de los miembros de esas tribus enemigas.

La historia de la colonización de Hispanoamérica, por otra parte, debe ser puesta en valor desde el punto de vista de una cierta limitación de los derechos de los conquistadores sobre los indios, algo que no se produjo en ningún otro imperio conocido. En efecto, mientras que ningún tratadista inglés o francés puso nunca el duda los derechos que sus respectivas potencias tenían para esclavizar a los habitantes de sus colonias hasta bien entrado el siglo XIX, mientras que en los Estados Unidos, a pesar de la novísima Declaración de los Derechos Humanos, la decisión del presidente Abraham Lincoln fue la principal causante del estallido de la Guerra de la Secesión (1861-1865), debido a oposición de los estados esclavistas del sur a la supresión de la esclavitud, los primeros tratados antiesclavistas en España datan ya de los primeros años de la conquista de América, como también las primeras leyes dadas en este sentido por la metrópoli hispana. 

No se trata, desde luego, sería anacrónico pensarlo, de una supresión total de la esclavitud, pero sí de una limitación importante, que en ninguna nación del mundo se llevaría a cabo hasta mucho tiempo después. Pero lo cierto es que los escritos del dominico Bartolomé de las Casas, antiguo encomendero de indios, inciden en este hecho, como también la actuación del conquense Sebastián Ramírez de Fuenleal, obispo y gobernador de Santo Domingo, como después lo sería también de Nueva España, la actual Méjico (más tarde, ya de regreso a la península, sería también obispo sucesivamente de Tuy, León y Cuenca). Éste, a pesar de haber aprobado la mano de obra de esclavos negros en el Caribe, principalmente para el trabajo de la minería, defendió también los derechos de los indígenas, dotando a las nuevas ciudades y aldeas que se iban creando en la colonia de escuelas para la instrucción de los indios. 

Son básicamente desconocidas, incluso en España, las campañas realizadas desde Sonora y el norte de México contra los apaches y los comanches, dirigidas por Juan Bautista de Anza y Bernardo de Gálvez. El primero era un militar nacido ya en América, de ascendencia vasca, que realizó dos incursiones por los actuales estados de California, Arizona y Nuevo México. El segundo, antiguo gobernador de Louisiana y héroe de la independencia de los Estados Unidos, fue a finales de la centuria virrey de Nuevo México. Especialmente la victoria del primero contra los indios comanches del jefe indio Cuerno Verde, permitieron durante varias décadas la convivencia de los indios con los colonis novohispanos. Sin embargo, a partir del primer cuarto del siglo siguiente, después de que los españoles abandonaran el continente americano, la hostilidad del nuevo estado de México contra los apaches del jefe Gerónimo, y una hostilidad similar al norte del río grande, provocada durante toda la centuria por la conquista del oeste americano, llevó prácticamente a la desaparición de la etnia, que apenas persiste en unas pocas reservas instaladas en los estados norteamericanos de Arizona, Nuevo México y Oklahoma. Algo similar pasaría también en la nación comanche.

En la actualidad, son más de treinta las ciudades hispanoamericanas, en más de quince países diferentes, que han sido declaradas por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad, en gran parte gracias a su arquitectura, en la que los colonizadores españoles supieron combinar el arte propio del continente europeo de la Edad Moderna, con las especiales características propias de las culturas prehispanas. ¿Cuántas, de las antiguas colonias inglesas o francesas, o incluso holandesas, cuentan con ciudades incluidas en la lista del patrimonio común universal? Desde luego, muy pocas, y las que lo son, como la ciudad interior de Jiba (Uzbekistán), las ruinas de Kunya-Urgench (Turkmenistán), el Mausoleo de Khoja Ahmad Yasavi en Turkestán (Kazajistán), los sepulcros esculpidos en la roca de Petra (Jordania), la Gran Muralla China, el Taj Mahal de Agra (India), los monumentos budistas de Horyu-ji o de Nikko (Japón), las ciudades histórica de Ayutthaya y Sukothia (Tailandia), las pirámides de Giza o las ruinas de Menfis o Tebas (Egipto), por poner unos pocos ejemplos, lo son por muy diferentes motivos, pero nunca por esa simbiosis cultural y arquitectónica que sí se puede encontrar en ciudades como Cartagena de Indias (Colombia), La Habana (Cuba), Valparaíso (Chile) o Quito (Ecuador).

Si de verdad queremos luchar contra esa lacra de la sociedad occidental y “desarrollada” que es el racismo, deberemos dejar de lado esa interpretación sesgada y anacrónica de un fenómeno, la esclavitud, que, se quiera o no se quiera, siempre ha sido, a lo largo de la historia, un sistema más de producción económica, un factor de desarrollo económico, si no necesario, existente en todas las culturas del pasado. Si de verdad queremos evitar sucesos como el que tuvo a George Floyd como protagonista, deberíamos hacerlo siempre a través de la educación, y el conocimiento real, y no sesgado y tendencioso, de nuestro pasado. Promoviendo leyes que impidan actos de racismo, y creando jueces que, cuando esas leyes no se cumplen, como pasó en Minneapolis hace un año, puedan castigar a los culpables con las penas más duras que permiten esas leyes, y una opinión pública formada y crítica, que sepa mirar y entender el presente a través de la historia. Todo lo demás, los juicios a la historia y, sobre todo, las agitaciones de masas y los actos violentos contra la sociedad, serán sólo como esa pequeña bola de nieve que rueda montaña abajo, provocando un alud incontrolable y mortífero. Cuando pasa el alud, la nieve queda ahí, en medio de un paisaje hermoso, pero desolador. 

 

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