Partir desde el Paseo del Huécar; remontar el pequeño río homónimo, dejando a la derecha las calles Gascas y del Agua, a través de la calle de los Tintes, hoy tan desnaturalizada y transformada a pesar de su serena belleza, que aún conserva; volver de nuevo hacia sí mismo, a través de las calles Gregorio Catalán Valero y Hermanos Valdés, rodeando la plaza de España, enmarcada ésta a su vez por el edificio de la Subdelegación del Gobierno y el del Mercado -¿para cuándo una solución definitiva a este extraño edificio, horrible por su falta de estética y, sobre todo, por su pésima construcción, que nunca debería haber sustituido al coqueto y hermoso mercado antiguo, que fuera derribado a mediados del siglo pasado?-; y reincorporarse, por fin, al tráfico corriente en el último tramo de la calle del Agua, que muchos giros de volante antes nos habían obligado a abandonar, nada más iniciado el camino, sin haber llegado siquiera a pisarla. Todo esto es lo que está obligado a realizar diariamente cualquier conductor que desee, desde el Parque del Huécar, llegar hasta la calle Calderón de la Barca, de la que apenas le separa en línea recta unos pocos metros, y unos segundos de su tiempo. Y todo ello, por culpa de una mala planificación en lo que al tráfico rodado se refiere.
He querido tomar prestado para el título de este artículo ese prefijo, “in”, que niega siempre la realidad que podría existir detrás del sustantivo al que acompaña, que aquellos arquitectos que hace algunos años formaron el grupo Cuenca [in], para intentar convertir en realidad una Cuenca diferente, una Cuenca que, por su trabajo, podría haber encontrado, por fin, esa deseada comunicación entre la ciudad antigua y la moderna. La acrópolis medieval que corona la llanura desde la ladera inferior del cerro de San Cristóbal, y la ciudad baja, moderna y “comercial”. Y es que en esas dos letras se resume todo lo que realmente es ahora nuestra ciudad: incomunicación, inmovilidad, inadaptación, inestabilidad, indiferencia, …, involución. Porque, si bien es cierto que la circulación por el centro de la ciudad resulta, de por sí, bastante complicada, debido a la inexistencia de calles amplias, con anchas aceras, que permitan la maniobra fácil de los vehículos en ambas direcciones, también lo es que determinadas decisiones políticas y urbanísticas implantadas desde un tiempo a esta parte, todavía la hacen mucho más complicada.
Éste es el caso de la única salida actual a todo ese tráfico, ciertamente abundante, que desde la plaza de Constitución -siempre será para los conquenses la plaza de Cánovas- y la calle Calderón de la Barca, permite el acceso al Parque del Huécar: la solitaria calle que, después de la urbanización de las antiguas huertas del Puente de Palo, se abrió desde la calle Doctor Galíndez -siempre será ésta también la calle Nueva, a pesar de que fue ya a finales del siglo XIX cuando se abrió esa calle, siempre peatonal en una de sus dos mitades, con el fin de comunicar los tramos medios de las calles Calderón de la Barca y del Agua-; una vía de entrada que no tiene salida, más allá de la propia calle de los Tintes. Las cosas podrían haber sido diferentes si no se hubiera tomado la decisión, de dudosa legalidad, de recortar la anchura de la nueva calle Martín de Aldehuela, peatonalizando además su tramo superior. Una calle, ésta última, que sustituyó a la antigua bajada del Puente de Palo, algo más amplia que el actual remedo de calle, constreñida por culpa de la especulación urbanística, entre la fachada -no se sabe realmente si principal o lateral- de un edificio de viviendas, de dimensiones considerablemente superiores al decimonónico edificio al que ha sustituido, y un solar semiabandonado que lleva ya demasiados años en esta situación.
Hace sólo unas semanas se anunció, por parte del Ayuntamiento, que se estaban dando ya los últimos pasos para lograr la peatonalización de la calle de los Tintes, lo que, al menos a primera vista, va a dificultar todavía más el tráfico de vehículos en el centro de la capital conquense. Ante este hecho, se nos antojan algunas preguntas, a las cuales nuestros ediles no han respondido todavía. ¿Se va a peatonalizar toda la calle, o sólo algún tramo de ella? ¿Va a ser sólo esta vía, o se encuentran también en el proyecto algunas de las calles laterales que forman también parte de ese mismo entramado urbanístico? Y lo que es más importante, ¿cómo se va a canalizar todo ese tráfico que diariamente utiliza en la actualidad esta calle para comunicar una parte de la ciudad con la otra? No sería lógico, desde luego, que la calle del Agua conservara entonces su sentido actual, canalizando el tráfico diario hacia ninguna parte -una calle sin salida, o con una calle peatonal como única salida, en ese caso-. Sería, por lo tanto, previsible que se invirtiera entonces el sentido de la circulación, canalizando éste desde la calle Gascas hacia la plaza de la Constitución y la calle Calderón de la Barca. Y dicho esto, ¿cuál va a ser el nuevo estatus para la zona de la Parque del Huécar? ¿Servirá esta innovación urbanística para solucionar definitivamente todos los problemas -de suciedad, de ruidos, de falta de seguridad- que desde hace ya demasiados años sufren los vecinos de la zona? Se nos puede decir que al Ayuntamiento no le interesa solucionar este problema porque los dueños de los bares de copas de la zona pagan muchos impuestos a las arcas municipales; como si los vecinos del barrio no pagáramos, también, nuestros propios impuestos al mismo Ayuntamiento, cada año más elevados que el anterior. Mucho nos tememos que, al menos en este sentido, las cosas no cambiarán demasiado.
La peatonalización de la calle del Huécar va a ir de la mano con otras modificaciones que también se nos anuncian. Por un lado, la posible peatonalización de la calle Mateo Miguel Ayllón, que comunica directamente la tantas veces citada plaza de la Constitución con el cerro sobre el que se asienta el Hospital de Santiago; una salida natural y directa de la ciudad en dirección a Madrid, a través del parque de Los Moralejos y de la calle San Ignacio de Loyola. Una peatonalización que, de llegar a ser una realidad, obligará a los conductores a dar un largo rodeo, otro más, para llegar a su destino. Por otro lado, la creación de un anillo de bajas emisiones, también anunciada en aras a una nueva ley que obligará a todas las ciudades de más de cincuenta mil habitantes, a ponerlo en servicio antes del mes de diciembre del año 2023. Pero lo que la nueva ley, que por otra parte obligará a los Ayuntamientos a tomar medidas para facilitar los desplazamientos saludables, a pie o en bicicleta, por los “corredores verdes intraurbanos”, así denominados en ella, y la mejora del transporte público, asignaturas ambas pendientes nuestra ciudad, no determina, es cómo debe ser trazado ese anillo, dejando en manos del propio Ayuntamiento la decisión sobre cuáles deben ser las calles afectadas por la norma.
Desde este punto de vista, no parece que sea otra vez el centro de la ciudad moderna, la zona comprendida precisamente entre la calle de los Tintes y la ya peatonalizada Carretería, dejando en su interior el corazón de la propia ciudad de Cuenca, representado por el parque de San Julián y sus calles adyacentes, el más adecuado para conformar ese anillo. Y no lo es, precisamente, por la inexistencia de una alternativa adecuada a ese tráfico, y a las plazas de aparcamiento que se van a ver afectadas, constreñida la zona, por un lado, por las propias murallas de la ciudad antigua, y por el otro, por un entrelazado de calles angulosas -Sánchez Vera, Colón, Princesa Zaida, San Ignacio de Loyola-, muy pocas de ellas con amplitud suficiente para canalizar todo ese tráfico que va a ser alejado del centro. ¿No sería más lógico, como ya he dicho en alguna otra ocasión, haber aprovechado la nueva ley para crear ese anillo -innecesario por otra parte en nuestra ciudad si atendemos al espíritu de la norma- en la parte antigua de la ciudad, el espacio encerrado entre murallas, solucionando así definitivamente todos los problemas de tráfico que presenta el casco antiguo?
Pero los problemas de comunicación en Cuenca no se limitan sólo al interior de la ciudad. Mayor todavía, porque afecta a todos los habitantes de la ciudad, y no sólo a una parte de ellos, es el mal llamado plan “Por Cuenca”, cuyo principal atractivo para sus defensores es, precisamente, el desmantelamiento de una de las pocas infraestructuras con las que alguna vez fuimos obsequiados por parte de nuestros políticos: el tren convencional, y la creación, en su lugar, de una mal llamada vía verde, condenada al fracaso más absoluto; y con él, las últimas modificaciones en el servicio de la alta velocidad. Así, con el fin de apaciguar los ánimos soliviantados con el desmantelamiento del tren convencional, se nos anunció a bombo y platillo la creación de una nueva línea de trenes rápidos, de bajo coste, que iba a complementar al servicio tradicional del AVE, llegando incluso a afirmar los políticos de turno que podríamos encontrar billetes a Madrid por menos de diez euros. Han pasado desde entonces varias semanas, y la realidad es muy diferente: los precios de ese nuevo AVE low cost no son tan bajos como nos quisieron hacer creer en su momento, sino que son incluso superiores a los del propio AVE tradicional. Y no sólo eso: en los últimos meses se nos han ido retirado servicios, eliminando paradas en las líneas más utilizadas, las de Madrid y de Valencia, y cerrando la posibilidad de poder viajar directamente a otras ciudades -Sevilla, Alicante, …-, sin trasbordos intermedios en la capital de España.
Por otra parte, aunque ello no fuera así, aunque realmente los conquenses pudiéramos contar con un servicio rápido y barato de trenes de alta velocidad, a los habitantes de Tarancón, de Huete, de Engídanos, de Mira, a los vecinos de tantos otros pueblos conquenses que hasta ahora se han servido del tren convencional para comunicarse, con la capital y con las provincias vecinas, el tren de vía rápida no les sirve para nada. Además, no parece lógico que en estos tiempos que corren, cuando en otros lugares de España, y también del resto de Europa, se están planteando dar un nuevo sentido a la comunicación ferroviaria, sea ésta de pasajeros o de mercancías, electrificando las líneas ya existentes con el fin de que puedan sustituir a una ya de por sí demasiado tensionada comunicación por carretera -sobre todo ahora, cuando tanto se habla de sostenibilidad energética, y cuando tanto están subiendo los precios del combustible fósil-, una infraestructura que ya está amortizada termine siendo desmantelada, con lo que ello supone para el mantenimiento de las finanzas públicas. No me vale -no nos vale a los conquenses- tampoco, que el servicio es deficitario. Los servicios públicos no deben ser un negocio para las empresas, ni siquiera para las empresas públicas, y en todo caso, la línea del tren convencional es deficitaria porque, desde hace ya demasiado tiempo, no se ha llevado a cabo en ella una verdadera labor de mantenimiento, convirtiendo así el servicio en algo poco agradable para los usuarios conquenses.
¿No será que existe una cierta premeditación por parte de las autoridades nacionales y regionales, bendecidas por las propias autoridades provinciales y locales, que actúan en este caso de simples palmeros de los otros, para beneficiar a otras provincias de la región, que ven esa nueva realidad como una gran posibilidad de crecimiento? El desmantelamiento de la línea conquense, desde luego, va a permitir que esas otras provincias, cercanas cuando llegue el momento de ese gran desarrollo que, ya hoy, es más una realidad de presente que un futuro previsible, pueda encontrar en Cuenca la más mínima competencia para ello.