Hace algunas semanas me encontraba en Córdoba, la hermosa ciudad de los Omeyas desde que acogiera a Abderramán, el último príncipe de esa dinastía, cuando, emigrado, tuvo que huir desde Damasco, perseguido por la poderosa familia de los Abasidas. Habíamos salido de uno de esos espectáculos de música flamenca, de los buenos, no de esos que son diseñados sólo para turistas extranjeros, y ahora caminábamos por sus calles casi solitarias, que poco antes se hallaban llenas de paseantes y curiosos, incluida también la que, junto a uno de los lados de la mezquita, fuera dedicada por los cordobeses a Manuel González Francés. Entonces recordé que aquí, en su ciudad natal, casi nadie conoce a este religioso, que fue magistral de la mezquita-catedral, a pesar de que también en Cuenca, el Ayuntamiento le dedicó un día una calle; eso sí, un estrecho callejón al borde de la ciudad antigua, por el que nadie pasea casi nunca. Y entonces cruzamos el Guadalquivir por el Puente Romano, hasta llegar a nuestro hotel, que estaba al otro lado del río, y después, cuando llegué al hotel, ya en mi habitación, con vistas a la mezquita, reflexioné en las muchas diferencias que separan a la ciudad de los califas de Cuenca, también un poco árabe como Córdoba.
Córdoba, como Cuenca, es una ciudad Patrimonio de la Humanidad (en realidad, la ciudad andaluza es la única que tiene en su haber cuatro declaraciones de este tipo, pues, además de la propia ciudad en sí misma, hay que añadirse las declaraciones específicas de la mezquita, la fiesta de los patios, y, a muy pocos kilómetros de ésta, la de la ciudad califal de Madinat al-Zahra, Medina Azahara). Y si una declaración de este tipo, tan importante para el devenir turístico de una ciudad, se basa en un conjunto de motivaciones muy diferentes, su mantenimiento como tal debe asentarse siempre, en dos pilares que son básicos: la limpieza de sus calles, y la conservación adecuada de aquellos monumentos y rincones que han facilitado la declaración. Y es aquí, en estos dos aspectos, en los que, debemos reconocer, las dos ciudades son muy distintas entre sí.
Vamos a empezar por lo que se refiere a la limpieza. Mientras caminábamos de regreso al hotel por las calles cordobesas de su casco antiguo, no puede evitar sentir una cierta envidia por la limpieza que mostraban, a pesar de que pocas horas antes habían pasado por allí miles de personas. El hermoso Puente Romano parecía que se hubiese acabado de limpiar, y quizá fuera así, y lo mismo ocurría con todas las callejas de su judería, o las que rodeaban a la Mezquita. Incluso las plazas adyacentes, allí donde las terrazas de los bares se multiplicaban, estaban igual de limpias que las otras. ¡Qué diferente esa imagen a la que presentan muchas veces las calles de nuestra ciudad, muchas de ellas afeadas por la suciedad procedente de los chicles pegados a las aceras, por las deposiciones de las palomas, por los restos dejados allí por las terrazas de los bares y por la celebración de botellones! Y entonces, cuando ya nos encontrábamos cerca del hotel, comprendí por qué razón Córdoba, a pesar de los miles de turistas que cada día llegan a la ciudad, que cada día transitan por sus calles, siempre está limpia; o, al menos, una de las razones: son los propios camareros de los bares, o sus propietarios, los que, cuando acaba la jornada y cierran sus locales, quienes están obligados a limpiar su parte de terraza, en lugar de cargar con ese trabajo a los servicios municipales de limpieza. Y es, sobre todo, la propia conciencia de los cordobeses, que hace suya esa necesidad de mantener limpia su ciudad, como si se tratara de su propia casa.
En Cuenca, sin embargo, no parece que esto sea así. Aquí, por el contrario, cada vez es más usual que sus calles y sus plazas, sobre todo en aquellos rincones donde abundan las terrazas de los bares, se vean invadidas por servilletas y pañuelos de papel, movidos de un lugar a otro al albur del viento que sopla desde las esquinas; y también, de otros objetos más pesados: colillas de cigarrillos, a menudo sin apagar; huesos de aceituna; cáscaras de pipas, y de otros frutos secos… Y cuando llega la hora del cierre de los bares, y de retirar las mesas y las sillas de las terrazas, allí se quedan todos esos deshechos, esperando que sean los servicios de limpieza municipales, aquí sí, los que, a la mañana siguiente, los retiren de las calles, dejando sitio para nuevos pañuelos y servilletas de papel. Y el problema se hace mucho más acuciante en las zonas en donde se hallan los bares de copas, y donde los jóvenes hacen botellón. Allí, no resulta extraño ver, sobre las aceras o en la calzada, peligrosos cristales, procedentes de vasos o de botellas que, a menudo, han sido rotos a propósito, por hacer una gracia, o incluso restos más escatológicos, derivados de una diversión mal canalizada. Son en estas zonas de la ciudad, pero no sólo en ellas, donde se producen también costosos daños sobre el mobiliario urbano o, incluso, en ocasiones, también sobre el patrimonio cultural. Porque no es tampoco extraño ver como los muros y las paredes de la ciudad son afeados por nuevas pintadas, en ocasiones también dentro del propio casco histórico de la ciudad. ¿Quiere esto decir que los conquenses somos más sucios que los cordobeses, o que los habitantes de otras ciudades españolas? Prefiero pensar que esto no es así; que se trata más bien de un problema de fondo, cuya solución se me escapa. Expertos y técnicos hay en la materia, y son ellos los que deben indicarnos en dónde se encuentra realmente el problema, y ayudar a solucionarlo.
Este problema, el de las pintadas en algunas fachadas del casco histórico, enlaza directamente con la otra pata en la que se apoya nuestra esperanza de poder mantener esa declaración de nuestra ciudad como Patrimonio de la Humanidad. Una declaración que, al contrario de lo que muchos piensan, no es eterna, sino que se puede perder en cualquier momento, siempre que la institución que concedió ese título, la Unesco, considere que los conquenses ya no somos merecedores de él. Hispania Nostra es una asociación sin ánimo de lucro, que vela por la defensa del patrimonio español, realizando una serie de listas de monumentos, de acuerdo con su situación y a sus particularidades en cuanto a la conservación. Se trata de una asociación privada, pero sus clasificaciones son bien consideradas por el Icomos (el Consejo Internacional de Monumentos y Sitios), y también por la propia Unesco. Establece tres tipos de listas de monumentos, de acuerdo a su estado de conservación: lista negra (formada por todos aquellos elementos que son ya prácticamente irrecuperables, bien porque hayan sido ya destruidos o porque su destrucción es inminente, y no se puede hacer nada por evitarlo), lista roja (aquellos que se encuentran en serio peligro, pero que todavía pueden realizarse en ellos trabajos de recuperación), y lista verde (son todos aquellos monumentos o edificios de interés histórico que en algún momento llegaron a estar en la lista roja, pero que gracias a una brillante labor de restauración, ya han conseguido salvarse para las nuevas generaciones).
La provincia de Cuenca cuenta en la actualidad con trece de sus monumentos en la lista roja, si bien es verdad que todavía no hay ninguno, al menos oficialmente, en su lista negra, y que otros seis han logrado pasar en los últimos años a la lista verde (el conjunto histórico de Uclés, el castillo de Belmonte, el convento dominico de la Santa Cruz, en Villaescusa de Haro, las iglesias de Santa María de Atienza y Santo Domingo de Guzmán, ambas en Huete, y el capitalino Puente del Chantre). Por lo que respecta a la capital, dos de sus más importantes monumentos se encuentran en la lista roja: la iglesia de la Virgen de la Luz, o de San Antón, y el Arco de Jamete, en la catedral. El primero es de propiedad municipal, y es una de las mejores muestras del barroco centroeuropeo en España, y las grietas de sus bóvedas hacen necesarias una inminente restauración y conservación de todo el edificio. El segundo, una de las grandes muestras de nuestro mejor renacimiento, es, sin embargo, el gran problema que todavía mantiene en vilo a los responsables artísticos de nuestra catedral, a pesar de los importantes trabajos de limpieza y de restauración que en los últimos años está llevando a cabo el equipo dirigido por Miguel Ángel Albares. Pero en realidad, el problema de conservación que presenta el Arco de Jamete, por su grandiosidad, se escapa a las posibilidades económicas de la propia catedral. Acosado durante todo el siglo XX por un exceso de salinidad que va desintegrando la piedra, producido por todo el tiempo que el arco debió permanecer a la intemperie, primero por el derrumbe de la torre de Giraldo, que cayó sobre algunas de sus partes, y más tarde por el desmonte de la fachada que fue propuesto por Vicente Lampérez. Es hora de que por fin, de una vez por todas, se haga realidad aquí, en nuestra catedral, el Plan General de Catedrales del Ministerio de Cultura, que tanto dinero ha destinado para otras catedrales españolas, muchas de ellas de menor interés histórico y artístico que la nuestra. ¿Tenemos que recordar, una vez más, que la catedral de Cuenca fue, cronológicamente, el primer templo gótico construido en España? Albares, el director de nuestra catedral, ya ha solicitado la participación del Estado en la restauración y la conservación del monumento, pero esto es algo en lo que deben implicarse también otras instituciones conquenses, como el Ayuntamiento, la Diputación, y la propia Junta de Comunidades, tal y como se ha hecho también, desde hace tiempo, en otros puntos de España.
Pero no se trata ya sólo de intentar mantener todos esos grandes monumentos artísticos, como la catedral o la iglesia de San Antón, demasiado olvidada por el verdadero propietario del edificio, el propio Ayuntamiento. Se trata de intentar mantener, en toda su integridad, el conjunto del casco histórico. Y también, no lo olvidemos, esa Cuenca central que, más allá del río Huécar, se empezó a extender a partir de la Edad Moderna, pero sobre todo a lo largo del siglo XIX y en las primeras décadas de la centuria siguiente. Esa Cuenca que fue paulatinamente destruyéndose a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado, y que todavía sigue destruyéndose, en los escasos edificios de la época que aún se mantienen en pie. Un claro ejemplo de que las cosas siguen sin hacerse tal y como se debiera es la fachada de la llamada Casa Catalina, por la familia conquense que durante mucho tiempo ha sido su propietaria. Se trata de un edificio que fue construido en los años treinta del siglo pasado por el arquitecto Elicio González Mateo, quien, junto a Secundino Zuazo, fue el gran referente del modernismo arquitectónico conquense a caballo entre las dos centurias. De manera afortunada, a mi modo de ver, cuando se decidió derribar el edificio para hacer una nueva promoción de viviendas, se obligó a mantener en pie la fachada, de gran singularidad, y representatividad en lo que se refiere a la obra de este desconocido, pero importante, arquitecto. Sin embargo, y aprovechando que el solar del nuevo edificio que iba a construirse era mayor que el perímetro de la Casa Catalina, se realizó en el resto de la fachada principal, allí donde no llegaba la construcción original de González Mateo, una profusión de entrantes y salientes en pico, que nada tiene que ver con la arquitectura conquense de entresiglos. Es como si el autor del nuevo proyecto pretendiera hacer un homenaje a las piramidales bóvedas y cubiertas de la cercana iglesia de San Esteban. ¿De qué nos sirve, creo yo, que se obligue a mantener una fachada original, histórica, en un edificio de nueva construcción como éste, haciendo más costosa esa construcción, si no se obliga, al mismo tiempo, a que el resto de la fachada, la parte nueva de la misma, mantenga el estilo y las características de aquélla?
Afortunadamente, no son todo malas noticias en lo que se refiere a la conservación del patrimonio conquense. En la calle Calderón de la Barca, tan maltratada en las últimas décadas por culpa de la explotación inmobiliaria, se va a construir, por fin, sobre el último solar que todavía se mantenía vacío. Y no sólo eso: si se cumplen las expectativas, si se mantienen las características exteriores del nuevo edificio tal y como puede verse en las fotografías del proyecto, su fachada, en tres cuerpos claramente diferenciados, mantendrá la misma imagen que presentaban los tres edificios independientes que, antiguamente, se alzaban en aquel mismo espacio, junto a la actual calle Martín de Aldehuela, aquel estrecho callejón que, para los que ya peinamos canas, y sobre todo si vivíamos en el barrio, seguirá siendo siempre la Bajada del Puente de Palo.