La Opinión de Cuenca

Magazine semanal de análisis y opinión

Lugares


Suena el despertador del móvil. Las 06:40 h.

-¡Otra vez lunes!- Pienso.

Con los ojos aún legañosos lo desactivo. Con un gesto cansado, saco el pie izquierdo de entre las sábanas. Se me ha caído el calcetín durante la noche. Hace frío, es 2 de enero.

-¡Otra vez enero!- Pienso cada vez más abatido.

Me visto rápido, casi sin repasar. Se nota en lo que me pongo que no le he dedicado mucho tiempo a pensarlo.

En apenas quince minutos camino al baño con los zapatos en la mano para no hacer ruido. El vecino de arriba no pensó lo mismo anoche de madrugada.

Me lavo la cara con agua fría.

-A ver si con esto me espabilo un poco- me digo a mí mismo mientras veo en el espejo el esperpento de lo que soy, con los ojos rojos y unas ojeras que me llegan a las rodillas. El gesto es triste.

-No tenemos a nadie- me digo con sorna.

En unos tres minutos voy a la cocina, me preparo el café y me lo bebo de un sorbo. Hay que dejar dos minutos por si… Ya sabe.

Cojo el maletín, bajo rápido las escaleras y salgo a la calle. Llueve.

-Encima, llueve…

Saco mi paraguas plegable del maletín. Es demasiado pequeño y siempre acabo mojado. Miro el reloj:ç

-Las 07:06 h, o corro o no llego al cercanías.

Camino más rápido. No hay mucha gente por la calle. Sólo unos cuantos esperando en la incómoda marquesina del autobús. Paso por su lado rápido.

Ni me miran ni les miro. Sólo les observo desde la lejanía. Su cabeza reposa agachada sobre sus hombros. Están cansados y tristes, como yo.

Tras diez minutos caminando rápido, llego a la estación de cercanías. Las escaleras mecánicas están rotas. Otra vez.

Mientras observo apesadumbrado el largo descenso que me espera puedo ver cómo llega mi tren.

-O lo cojo o llegaré tarde al trabajo.

Suspiro.

Acabo bajando, no sé cómo, esas interminables escaleras en cuestión de diez segundos. Mientras, saco la cartera con el abono transporte. Llego al torno. No se abre. Pruebo otro, por fín responde. Cruzo.

Corro hacia las escaleras de mi andén. Suena el pitido de la apertura de puertas. Las escaleras para subir también están rotas. Éstas las llevan arreglando desde junio. Comienzo a subir por las escaleras mientras me topo con los viajeros que han bajado del tren.

-Si me cruzo con ellos aquí, es que no llego.- Pienso.

Cuando me quedan apenas dos escalones para llegar al andén, vuelvo a escuchar el pitido del cierre de puertas. Aun así, continuo subiendo de una zancada. Cuando llego a las puertas del tren, ya se han cerrado.

Rozo el botón luminoso de apertura como el que besa una reliquia. Las puertas se abren. Entro de una zancada y no puedo evitar sonreír. - Hoy va a ser un buen día. - Me digo.

Las puertas vuelven a cerrarse y veo cómo otros no han tenido la misma suerte. Llegan a la puerta, pero el botón no les responde. Los viajeros ni les miran.
El tren empieza a moverse. Voy de pie, junto al baño, apoyado en una de las ventanas. Huele a orines y sepa Dios a qué. Hay una señora con un carrito y un niño de unos dos años. Llora. Llora y ríe como si no quisiera estar allí, pero vernos le hiciera gracia.

El tren avanza y va parando en las estaciones. Llega a entrevías. Ya se ven los containers apilados.

- Dios, que no se pare otra vez antes de llegar. - Suplico.

El tren va disminuyendo su velocidad. Para.

Pasan los minutos y no avanza. Las caras de los viajeros se tornan más sombrías y enfadadas. Se oyen suspiros resignados. Todos siguen mirando al suelo. Nadie habla. Después de diez interminables minutos, el chaval que viene absorto en su móvil mira por la ventana y se da cuenta de que el tren no se mueve. Se enfada.

- ¡A buenas horas! - Pienso.

El tren empieza a moverse. Miro el reloj. Las 8:13 h. - Parece que llego. - Me digo optimista.

Llegamos a Atocha. El tren para. Se apagan las luces. Me temo lo peor.

Suena una voz que nos indica que el tren está fuera de servicio. Me cabreo más, si es que se puede.

Salgo corriendo hacia el otro andén donde los trenes también van en dirección a Nuevos Ministerios.

No cabe más gente en el andén. Ellos miran mal a los recién llegados. También están enfadados. Sus motivos tendrán.

Procuro ir colocándome lo más cerca de donde parece que puede situarse la puerta. En el letrero luminoso aparece que le quedan cuatro minutos. La gente está nerviosa.

El tren llega y no cabe un alfiler. Los que quieren entrar ni siquiera dejan hueco a quienes quieren bajarse. No quepo. Miro el reloj. Son las 8:24 h y aún tengo que coger otro cercanías más el metro.

-No llego- me reprocho vencido.

Se abren las puertas. Mientras unos salen, otros intentamos entrar. La gente me empuja por todos lados, me apretujan y, con la mascarilla, siento que me ahogo…

De pronto, suena el despertador del móvil. Las 08:10 h.

Me despierto sobresaltado mientras deslizo el dedo para que deje de sonar la música.

Sonrío.

Solo era un sueño, aunque podría no haberlo sido. Estoy en Cuenca; menos mal.

Ya se me había asustado usted, aprensivo lector.


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