Durante los últimos días del pasado mes de enero, en diferentes puntos del planeta se produjeron diferentes atentados de carácter religioso. El 25 de enero, en nuestro país, en la ciudad gaditana de Algeciras, Yasin Kanza, un inmigrante de origen marroquí, oriundo del pueblo de Castillejos, vestido con una chilaba y armado con un machete de grandes dimensiones, al grito de Alá es grande, atacó varias iglesias católicas, provocando la muerte de un sacristán y heridas de cierta consideración a uno de los sacerdotes. Ese mismo día, un refugiado palestino que había entrado en Alemania cuando todavía era menor de edad, atacó, con un cuchillo en mano, el tren que hacía el servicio entre las ciudades de Hamburgo y Kiel, causando la muerte a dos personas y un total de siete heridos. Por otra parte, el último fin de semana del mes, Israel se tiñó otra vez de sangre en varios atentados que provocaron, también, varios fallecidos entre la población judía. El viernes, día 27, un palestino mató a siete colonos israelíes cuando salían del rezo del shabat en una sinagoga del asentamiento colono de Neve Yaakov, en el Jerusalén este, y al día siguiente se produjeron otros dos atentados, el primero de ellos también en la zona de Jerusalén este, donde un niño palestino de trece años, armado con pistola, hirió a dos palestinos más, un padre y su hijo. Ese mismo día, en un restaurante situado en Almog, en el territorio de Cisjordania, otro hombre abrió fuego contra los comensales que se encontraban en el local, aunque esta vez el atentado no provocó víctimas. El atentado más grave de todos, sin embargo, tuvo lugar en Peshawar, en Pakistán, donde un terrorista suicida talibán, miembro del grupo terrorista Tehrik-e Taliban Pakistan (TTP), provocó una explosión en la mezquita del cuartel general de la policía de esa ciudad. Como consecuencia de la explosión, una parte del edificio se derrumbó, y aunque en un primer momento se cifraron las muertes en cuarenta y cuatro personas, en los primeros días del mes siguiente el número de fallecidos había superado ya la centena.
A pesar de las lógicas diferencias existentes entre todos estos atentados -unos, como el de Pakistán, son obra de peligrosos grupos terroristas, bien armados y mejor preparados para ello, mientras otros, como los de Alemania o Algeciras, pueden ser obra de lo que ha venido a llamarse lobos solitarios-, todos ellos, y otros similares que, con demasiada asiduidad, se vienen repitiendo en cualquier punto del mundo, tienen algo en común: todos ellos han sido realizados en el nombre de Alá, y son manifestaciones del creciente terrorismo yihadista y salafista de carácter fundamentalista, que hoy en día es uno de los mayores peligros para la paz en los cinco continentes. También los atentados provocados por los palestinos, aunque en este caso, existen también otros factores diferentes al propio extremismo de tipo religioso, factores de tipo político o nacionalista. Porque en realidad, y dejando quizá aparte los ataques provocados por los lobos solitarios, ¿qué organización terrorista de carácter islamista, talibanes, Al Qaeda, el ISIS -o Estado Islámico o Daesh, que de las tres formas podemos encontrarlo-, Boko Haram,…-, no actúa movido también por determinados factores políticos, ajenos a los puramente religiosos?
No se trata aquí de hacer una relación de los atentados fundamentalistas más graves, de aquellos que llegaron a provocar un número mayor de fallecidos, algunos de los cuales todos retenemos aún en nuestra memoria. Sí creo conveniente recordar que todos esos atentados tuvieron consecuencias sociales y económicas. El atentado de 1997 en el complejo arqueológico de Deir el-Bahari, en Luxor, que causó la muerte de sesenta y dos personas, en su mayoría turistas, provocó el derrumbe de la industria turística de Egipto, la más importante del país, que tardó muchos años en recuperarse. Lo mismo sucedió con Túnez a partir de los sucesivos atentados que tuvieron lugar entre los meses de marzo y junio de 2015 en el país norteafricano, y todos recordamos las dantescas imágenes que se pudieron ver en televisión, con los turistas intentando escapar de las balas entre los jardines del Museo del Bardo, o en los aledaños de dos hoteles, alguno de ellos de la cadena española Riu, que poco tiempo después anunciaba que abandonaría su división hotelera en el país. ¿Y qué podemos decir del triple atentado de Al Qaeda, en septiembre de 2001, efectuado con aviones bomba que habían sido secuestrados y lanzados contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono estadounidense, incluso contra la propia Casa Blanca, aunque el avión que iba dirigido a la residencia presidencial fue abatido antes de llegar a su destino? El atentado, que provocó la muerte de una cantidad incontable de personas, en todo caso superior a las tres mil, y más de veinticinco mil heridos, no podrá ser olvidado fácilmente por nadie. Pero se nos olvida fácilmente que ocho años antes, en febrero de 1993, otro atentado llevado a cabo también contra el World Trade Center, el mismo centro financiero de Nueva York, y aunque en parte resultó fallido -los terroristas tenían la intención de hacer explotar más de seiscientas libras de gas, lo que provocaría el colapso de la torre norte y haría que ésta, en su caída, impactara en la torre sur, haciendo que ésta cayera a su vez-, provocó la muerte de seis víctimas, además del colapso financiero durante muchos días.
Todos tenemos muy presente también los atentados terroristas de Madrid, el 11 de marzo de 2004, y la espectacular respuesta ofrecida por el pueblo madrileño, y español en general, a pesar de los graves errores que se cometieron tanto en la investigación de su autoría como en la propia instrucción judicial, errores que salieron a la luz en el transcurso del juicio, y que provocaron en una parte de la sociedad, bastante numerosa, la sensación de que éste había generado más preguntas que respuestas. Quizá, aquella respuesta popular fuera consecuencia del enorme entrenamiento contra el terrorismo que, lamentablemente, nuestro país se ha visto obligado a sufrir durante más de medio siglo, porque, si bien las motivaciones de los asesinos de los diferentes grupos terroristas que durante tanto tiempo han venido actuando en nuestro país -ETA, GRAPO, FRAP, Terra Lliure, Movimiento por la Autodeterminación e Independencia del Archipiélago Canario, el mismo GAL,…-, el sangriento resultado de su actividad sigue siendo el mismo.
Es cierto que, en Europa, desde hace algún tiempo, no se han vuelto a producir este tipo de atentados masivos, aunque son muchas las ciudades que se han visto salpicadas por ese otro tipo de atentados, producto de la acción de lobos solitarios, o por facciones formadas por varios terroristas: Barcelona, Londres, París, Bruselas, Estrasburgo, Berlín,… Sí las ha habido, sin embargo, en otros puntos del globo terráqueo, como el de Casablancas (Marruecos) en 2003, o el que en el año 2015 provocó veinte muertos y más de cien heridos en el santuario de Erawan, en Bangkok (Tailandia). Y sobre todo, son muy abundantes en el tercer mundo, principalmente en África, contra las minorías cristianas o contra otros musulmanes, pertenecientes a tendencias opuestas del Islam, hasta el punto de que casi se puede hablar de una guerra civil en el islamismo más radical, que opone a extremistas chiíes con extremistas suníes, provocada en ambos casos por una lectura errónea del Corán, el libro sagrado de los musulmanes, que, al contrario de lo que muchos creen, nada dice en esencia de llevar la guerra santa, la yidah, a los no creyentes.
Un islamismo radical, por cierto, que parece ser ajeno al mundo occidental, que sólo parece acordarse de su existencia cuando puede afectarle directamente, como en el caso del frustrado ataque de febrero de 2019 con dos coches bomba contra la misión que las fuerzas armadas españolas de la OTAN tienen en la escuela militar de Kulikoró, en Mali, donde los soldados españoles de la brigada Galicia VII repelieron el ataque de los terroristas, abatiendo al conductor del primer vehículo e impidiendo que estos pudieran hacer detonar el cargamento de muerte que llevaba en su interior. Inutilizado de este modo el primer vehículo, el segundo no pudo acercarse tampoco a la puerta, por lo que los terroristas se vieron obligados a detonarlo lejos del campamento militar, provocando con su acción sólo daños materiales. La repercusión alcanzada por este atentado en nuestro país fue, desde luego, importante, mucho mayor que la que alcanzaron los terribles atentados perpetrados por la organización salafista Frente de Liberación de Macina, que el año pasado provocaron la muerte de ciento treinta y dos civiles en diferentes ciudades de mismo país.
Por otra parte, desde algunos sectores de la izquierda se suele acusar a Estados Unidos de llevar a cabo una política exterior tendente siempre a inmiscuirse demasiado en la política interior de otros países soberanos, sin importarle demasiado las consecuencias internas que sus acciones pueden tener en los ciudadanos de esos países, o incluso en el desarrollo de las relaciones internacionales o en la paz universal. No podemos negar este hecho, y en algunas ocasiones, este tipo de política le ha llevado a cometer errores de gran calado, como se ha demostrado muchas veces a lo largo de la historia. Vietnam, en los años setenta del siglo pasado, donde murieron miles de jóvenes norteamericanos defendiendo una guerra que no iba con ellos, es un claro ejemplo. También es prueba de ello, más recientemente, Afganistán, un país en donde los servicios secretos norteamericanos participaron muy activamente, en la década de los años ochenta, colaborando con los muyahidines locales, los talibanes y otros señores de la guerra, incluso pertrechándoles de armas y argumentos, para que estos pudieran expulsar a los rusos de su país. Como es bien sabido, este hecho, después se volvió en su contra, y los propios talibanes, antes aliados, terminaron por convertirse en enemigos, utilizando contra los militares y los civiles norteamericanos el mismo armamento que ellos les habían proporcionado. El nivel de paroxismo llegó a su punto más álgido, como es bien sabido, en septiembre de 2001, cuando aquellos antiguos colaboradores estrellaron los aviones secuestrados contra el corazón financiero de Nueva York, lo que es igual que decir contra el corazón financiero de todo el mundo occidental, e incluso contra la sede del Departamento de Defensa de los Estados Unidos.
Esta forma de actuar de los Estados Unidos, sin embargo, no puede ser entendida fuera de ese entramado de intereses militares y defensivos que fue la Guerra Fría, y en este sentido, la misma crítica que se le hace al país americano puede hacerse de la Unión Soviética, aunque el propio secretismo que caracterizó aquel periodo de la historia rusa, también en la actualidad, nos induce a olvidarlo. Fueron los rusos los primeros que invadieron Afganistán, como también lo habían hecho antes con otros países de su alrededor, incluidos los de la misma Europa. Y, por otra parte, la salida de las tropas norteamericanas de Afganistán, mal gestionada por la administración norteamericana en los primeros meses de gobierno de su actual presidente, Joe Biden, y tildada de cobarde por buena parte de sus aliados, dejando el país en manos de los talibanes, ha dejado a las claras todas las contradicciones que en este sentido existen en la sociedad occidental. En efecto, criticamos abiertamente la política norteamericana en el país asiático, uno de los más deprimidos y empobrecidos de todo el mundo, al mismo tiempo que nos confunde la situación de las mujeres en el país, gobernado ahora por los propios extremistas. Nos duele ver a las mujeres afganas en esa situación, obligadas otra vez a cubrir su rostro, y el cuerpo entero, con el opresor burka, y alejadas de la universidad y de cualquier tipo de educación, algo que incluso se opone a la propia sharía o ley musulmana, e incluso defendemos, eso sí, con la boca pequeña, la etapa en la que los soldados norteamericanos defendían sobre el terreno los derechos de esas mujeres, pero seguimos viendo a los Estados Unidos como una especie de policía universal que se sobrepasa en sus atribuciones.
Por todo ello, es necesario, en España como en el resto de Europa, mantener el nivel de alerta para prevenir este tipo de atentados. Se viene repitiendo como un mantra que nuestro país, y otros países del entorno, se encuentran en el nivel 4 de alerta antiterrorista, pero en realidad casi nadie nos paramos a pensar qué significa esto en realidad. ¿Qué es realmente el Plan de Prevención y Protección Antiterrorista? ¿Cuántos niveles de alerta diferentes existen en el plan, y en qué se diferencian cada uno de esos niveles? ¿Es realmente motivo de alarma social el hecho de que nuestro país se encuentre en el nivel 4 de alerta terrorista? Las directrices del Ministerio del Interior, tal y como se recoge en la página del propio ministerio, establecen lo siguiente: “El Nivel de Alerta Antiterrorista consiste en una escala compuesta por varios niveles complementarios, cada uno de los cuales se encuentra asociado a un grado de riesgo, en función de la valoración de la amenaza terrorista que se aprecie en cada momento. La clasificación prevista en el Plan de Prevención y Protección Antiterrorista cuenta con cinco niveles de activación asociados a un determinado nivel de riesgo: el Nivel 1 corresponde a riesgo bajo, el Nivel 2 a riesgo moderado, el Nivel 3 a riesgo medio, el Nivel 4 a riesgo alto y el Nivel 5 a riesgo muy alto.” De esta forma, se establece un reforzamiento en la vigilancia de las fronteras, aeropuertos o zonas turísticas. No se trata de que los ciudadanos tengamos que estar especialmente preocupados por esta situación, pero sí prevenidos ante cualquier situación que pueda hacer aumentar el riesgo de que nuestro país pueda sufrir nuevos atentados. En el terrorismo fundamentalista, como en otros aspectos de nuestra vida, la prevención a priori es mucho más importante que cualquier acción que se pueda acometer a posteriori, una vez producido el atentado terrorista, y este es el aspecto más importante del plan antiterrorista.