La Opinión de Cuenca

Magazine semanal de análisis y opinión

Olor a lumbre


Dan las siete de la tarde del 16 de enero y en el horizonte de Villar de Cañas redoblan las campanas de la iglesia. Es el aviso. Las llamas empiezan a brotar y los pequeños túmulos de leña seca repartidos por todo el pueblo vuelven a cumplir el objetivo para el que habían sido dispuestos.

La pinocha seca y las hojas de periódicos atrasados han desempeñado su misión como combustible y las llamas escalan el aire de forma vertiginosa. Arden los tarugos. Las ramas finas sucumben con rapidez al ímpetu del fuego. El crepitar de la leña acompaña a las llamas en su elevación hasta desvanecerse en la oscuridad. 

Hipnotiza. 

Pasados unos minutos, las campanas de la torre vuelven a la vida. Dan las ocho. La última luminaria que se resistía a la voracidad del fuego prende en la plaza del Arenal. Su llamarada abruma. El baile de las llamas se refleja en la mirada brillante y satisfecha de José María, que sostiene su garrafa de gasolina; por si acaso no prendiera a la primera.

Explotan petardos y se oyen disparos al aire de escopetas que retumban en la cabeza. Vuelven a la memoria las sonrisas de quienes ya no pueden participar de esta liturgia. La gente se arremolina lo más cerca posible de la lumbre para calentarse y van girando sobre sí de la misma forma que la carne en las parrillas.

La mezcla del olor a lumbre, a tostones y a forrete alegra el alma.

Los convidados reponen fuerzas al tiempo que la leña se va descomponiendo. Solo sobreviven los troncones más gruesos. Poco a poco, la gran luminaria se reduce a un tarugo consumiéndose con una pequeña llama que brota de su interior. El calor va desapareciendo y el relente de la noche de enero cae sobre las pocas cabezas que lo siguen velando.

Algunos se atreven a saltar sobre las pocas ascuas que van, poco a poco, perdiendo su brillo. De forma inexorable, la lumbre va cubriéndose con su propia ceniza hasta que acaba por desintegrarse. Ya solo queda un pequeño hilillo de humo que sale del troncón que se resiste a dejar de arder. 

Los vivas a San Antón van desapareciendo en el eco y el frío se adueña de las calles cuando todos se ponen a resguardo. La noche avanza. No hay ya gorrino de San Antón que se atreva a recorrer las calles. 

Mañana cada cual recogerá las cenizas de la puerta de su casa y, como un suspiro, se disolverá el humo de las luminarias. El olor a anís de los panecillos del horno envolverá la iglesia bajo la mirada complacida de San Antón, que observará la escena desde su peana. Las gotas de agua bendita saldrán despedidas del hisopo para aterrizar sobre los inquietos animales que aguarden en el callejón de la iglesia. 

Y, como un milagro, una de nuestras tradiciones cuyo origen se pierde en la oscuridad del tiempo, se habrá vuelto a escenificar: una de las pocas que hoy no hemos perdido.

¡Viva San Antón!

 

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