El pasado 8 de septiembre saltaba a los medios de comunicación de todo el mundo una noticia que, a pesar de toda su lógica por la elevada edad de la protagonista, nos parecía todavía inesperada: Su Majestad, la reina Isabel II del Reino Unido, y de toda la Commonwealth, había fallecido en uno de sus palacios, el de Balmoral, en Aberdeen (Escocia). Era inesperada porque, a pesar de que la anciana monarca contaba ya con casi un siglo de existencia, nos parecía que iba a ser la reina eterna, y que, consciente del diferente nivel de popularidad que ella y su hijo, el eterno Príncipe de Gales, tenían entre sus súbditos, no se iba a morir nunca, no iba a dejar que éste pudiera ocupar el trono de los reyes ingleses, como si de esta forma quisiera hacer un último servicio a su patria. Sobre ella, un historiador experto como Felipe Fernández Armesto ha escrito lo siguiente: “La muerte de la reina ha coincidido con el momento de su máxima popularidad. Compararla con los líderes políticos es obligatorio. Cuando vino a reinar, la joven Isabel se hallaba rodeada de grandes personajes, de una categoría que ya parece inalcanzable. El declive de la calidad de la clases dirigente es palpable, hasta llegar al actual momento de desesperación.”
Con estas palabras, el autor ponía en la balanza a la monarca fallecida con los políticos ingleses, y también de fuera del Reino Unido, con los que le ha tocado reinar, sacando a relucir el declive en el que en la actualidad se encuentra la clase política en buena parte del mundo. Algo, por otra parte, que ya pudimos ver hace algunos días, durante los actos protocolarios que se llevaron a cabo en los días siguientes, y hasta el entierro definitivo de la reina fallecida. Así pudimos verlo en las televisiones de todo el mundo, ante la procesión que llevaron a cabo bajo las naves de la iglesia del castillo de Windsor, de aquellos primeros ministros que gobernaron el país en los últimos años de vida de la reina. ¡Que diferencia entre aquellos primeros ministros y la figura, inalcanzable ya como dice el historiador, de Winston Churchill, de Harold MacMillan, o incluso de Margaret Thatcher! Sí, no cabe duda de que el declive de la clase política no es sólo cosa de nuestro país.
Hace ya un mes de aquello, y parece como si hubiera sido ayer. La reina eterna yace ya enterrada en la capilla memorial de su padre, el rey Jorge VI, en el castillo de Windsor. Hace ya un mes, y su hijo, que parecía destinado a no reinar nunca, ha dejado por fin de ser Príncipe de Gales para convertirse en el monarca Carlos III del Reino Unido -no confundir con nuestro Carlos III, el del brandy, el creador de la emblemática Puerta de Alcalá, el mejor alcalde de Madrid según los ilustrados y, más allá de ello, uno de los mejores monarcas que nuestro país ha dado a la historia-. Y más allá de todas las bromas y los memes que se han hecho respecto a ello, más allá de las perspectivas, buenas o malas, que se abren a su reinado, mi intención a la hora de redactar estas líneas es reflexionar sobre algunos aspectos que la sucesión a la corona británica ha vuelto a poner de manifiesto: ¿En qué situación se queda el país vecino, uno de las principales economías de todo el mundo, precisamente ahora, pocos años después de que el brexit haya venido a fracturar toda la economía mundial? Y por lo que respecta a España, ¿en qué situación se encuentran, hoy en día, las relaciones entre los dos países, hermanos al menos en lo que respecta a las dos familias reinantes? ¿Afectará de algún modo este asunto al problema de Gibraltar? Y finalmente, y en lo que respecta al eterno debate entre cuál es la mejor forma de gobierno, ¿monarquía o república? ¿Cuál de las dos formas de gobierno es mejor para los ciudadanos?
De todos es sabido que Isabel II no era partidaria del brexit, pero casi nadie conoce cuál es la opinión del nuevo monarca respecto a este tema; en realidad, casi nadie, más allá de su más íntimo círculo de confianza, nadie sabe realmente lo que Carlos III opina sobre política o economía, porque no han sido demasiadas las manifestaciones que de él han trascendido en este sentido, como si todos supiéramos que él no iba a llegar nunca a reinar. Más allá de ello, lo que sí está claro es que, ya desde un primer momento, el nuevo rey ha de enfrentarse a múltiples tensiones en política internacional, y también en política interior: tensiones regionales dentro de propio Reino Unido -los movimientos regionalistas vuelven ahora a alcanzar un gran protagonismo, ahora que la reina, que siempre ha sabido tenerlos bajo control, ya no está; ella, incluso, pareció haber elegido el lugar donde morir, al hacerlo en tierras de Escocia-, y también en el conjunto de la Commonwealth -son varios los países miembros, sobre todo en el Caribe, que pretenden salirse de la unión y convertirse en repúblicas-.
Es probable que el referéndum del brexit, de haberse producido en estos momentos, hubiera obtenido un resultado muy distinto al que tuvo. Es probable, también, que muchos británicos que un día votaron sí al brexit, después se hayan arrepentido de aquella decisión. Pero las cosas son como son, y el brexit es otro de los interrogantes más serios que condicionan al nuevo reinado. Por otra parte, y por lo que se refiere a la Comunidad Económica Europea, aunque en un principio parecía que otros países iban a seguir el ejemplo del Reino Unido y salirse, ellos también, de la comunidad, ha bastado un agente exterior como Putin, y su idea de anexionarse Ucrania, un país legítimo y soberano que no es miembro de ella, pero sí que es uno de sus más estrechos colaboradores, para volver a unir a sus miembros, a pesar de las lógicas tensiones producidas por algunos gobiernos de extrema derecha, ahora también Italia entre ellos.
Respecto a las relaciones entre España y el Reino Unido, no es nada nuevo afirmar que éstas, a lo largo de la historia, han sido casi siempre bastante malas. Desde los tiempos de la Armada Invencible, desde los actos, muy cercanos a la más pura piratería, que practicaron algunos marinos ingleses, protegidos por su gobierno, contra las colonias hispanas de América, desde el fracaso del almirante Vernon en Cartagena de Indias, heroicamente defendida por Blas de Lezo, la enemistad entre los dos países ha protagonizado grandes etapas de las relaciones internacionales, jugando además un papel de gran importancia en la “leyenda negra”. Las relaciones empezaron a cambiar a principios del siglo pasado, a partir del matrimonio entre Victoria Eugenia de Battemberg, la nieta de la reina Victoria, casi tan inmortal como Isabel II, y nuestro monarca, Alfonso XIII. Algunos años después, durante la Primera Guerra Mundial, aquel matrimonio logró equilibrar un poco la balanza entre anglófilos y germanófilos, que siempre había caído del lado de los segundos. Bajo esta perspectiva, y sobre todo por las relaciones familiares existentes entre las dos dinastías reinantes, no es un secreto que las relaciones entre los dos países se encuentran en la actualidad en un estado muy diferente al de aquellos lejanos siglos XVI y XVIII.
Especial relieve en las relaciones entre los dos países tiene la situación de Gibraltar, una de las últimas colonias que existen en Europa, quizá la única, todavía en este siglo XXI. Desde una parte de la sociedad española se intenta equiparar el problema de Gibraltar con el de Ceuta y Melilla; incluso algunos incluyen en el lote a las Canarias. Las Canarias, cuando fueron conquistadas por Castilla, en el lejano siglo XV, estaban apenas pobladas por unos grupos de guanches y de otras tribus, sin relación de pertenencia o dependencia de ningún estado establecido como tal. Ceuta y Melilla, como el resto del territorio que lo rodea, formaba parte de la Mauritania Tingitana, una antigua provincia romana que tenía su capital en la ciudad de Tingis, la actual Tánger, y que ya entonces formaba parte de la diócesis de Hispania. Desde entonces, las relaciones de ambos territorios, a un lado y otro del estrecho de Gibraltar, han sido continuas y prolíficas, y sólo fueron rotas por la presencia de un agente exterior, el islamismo. En efecto, la presencia del islamismo entre las tribus bereberes del norte de África se remonta sólo al siglo VII, aunque su permanencia allí durante siglos parece hacernos olvidar el hecho de que, durante mucho tiempo, España y el norte de África formaron parte de un mismo territorio. ¿Qué se encuentran en dos continentes diferentes? También Estambul se extiende a caballo entre dos continentes distintos, y nadie duda de Turquía como un ente único y soberano.
El caso de Gibraltar es diferente. Gibraltar, que desde siempre ha sido también parte de España, dejó de serlo hace apenas tres siglos, en 1713, a raíz del tratado de Utrecht, que puso fin, de una manera un tanto extraña, a la Guerra de Sucesión. A partir de este momento, el extraordinario valor estratégico de este territorio, a la entrada del mar Mediterráneo, en un momento en el que aquel que dominaba este mar dominaba también todo el sur de Europa, y al mismo tiempo el norte del continente africano, lo convirtió en uno de los grandes valores del imperio marítimo inglés. Las tensiones entre los dos países se han venido sucediendo a lo largo de estos siglos, en parte porque Inglaterra ha querido extender su dominio sobre la colonia también a la bahía de Algeciras, cuando el texto del tratado afectaba sólo al propio peñón, dejando fuera de él la parte de mar que no fuera estrictamente el puerto de la isla. Más allá de todo ello, más allá de la historia, no parece posible que a partir de ahora vaya a modificarse demasiado el statu quo de la colonia.
Y ya para finalizar, ¿monarquía o república? ¿Qué es mejor para los ciudadanos de un país moderno? En una sociedad como la actual, en la que se pretende, como no podía ser de otra forma, caminar hacia una igualdad de derechos y de deberes para todos los ciudadanos de una nación, podría parecer que deberíamos optar por la segunda. En efecto, nadie debería ocupar determinados cargos en una sociedad, sólo por razones de nacimiento o de cuna. Sin embargo, una encuesta realizada recientemente a nivel internacional ha confirmado que, de las diez naciones en las que los encuestados hubieran preferido vivir, ocho de ellos son monarquías parlamentarias. La respuesta, a mi modo de ver, no debería estar relacionada con la forma de gobierno en sí misma, sino en la calidad democrática de un país concreto, y eso es algo que no tiene nada que ver con el hecho de que sea una monarquía o una república. ¿Qué es preferible, una república como la francesa o la alemana, o incluso la norteamericana, o una monarquía como la de Arabia Saudí o Tailandia? Indudablemente, las primeras. ¿Qué es preferible, una monarquía como la española, a pesar de todos sus vaivenes, o la británica, o la de cualquier país escandinavo, o una pseudorrepública como Venezuela, o Bolivia, o incluso Argentina? Indudablemente, también, las primeras. En todo caso, si volvemos la vista a la historia, todos sabemos cómo terminaron los dos ensayos republicanos que hubo en España, y por otra parte, el declive de la clase política, del que hablaba en su artículo Fernández-Armesto, y que afecta a España tanto o más que al Reino Unido, hace quizá necesaria la existencia de alguien que, ajeno a los políticos y a sus caprichos muchas veces populistas, pueda convertir su tarea de reinado, nunca de gobierno, en un freno o un acicate, cuando ello sea necesario, a las decisiones de estos.